La del pirata cojo
Ahora que el maestro Joaquín Sabina parece que se retira de los escenarios (mi hermana y yo fuimos en su día "sabinófilos" de pro, asistiendo a ocho conciertos suyos en la capital, entre los años 1990 y 2000, y comprando todos sus discos editados entre 1986 y 2005), quiero volver la vista a uno de sus primeros y exitosos LPs, concretamente al titulado Física y química, lanzado en 1992. En él se halla una canción que nos impactó profundamente cuando la oímos en directo por primera vez, en el viejo Pabellón de Deportes del Real Madrid, allá por el mes de mayo de aquel año de la Expo sevillana. Se trata de la pieza denominada La del pirata cojo, una auténtica oda a la libertad y a la imaginación, donde el genio de Úbeda se sumerge en un sinfín de vidas posibles, explorando diferentes identidades y profesiones: pintor en Montparnasse, mercader en Damasco, tahúr en Montecarlo, taxista en Nueva York, tabernero en Dublín, tenor en Rigoletto, boxeador en Detroit, fotógrafo en Playboy... Sin embargo, siendo todas esas personalidades excitantes, Sabina las desecha, y opta por la de un pirata cojo, tripulante en un barco de piratas, simbolizando su apuesta por la aventura, la rebeldía, la libertad absoluta y la vida sin reglas ni convenciones sociales. Vamos, una auténtica autobiografía. Bien.
La paleoantropología
Desde que era pequeñito me apasiona la Historia. Solo hay que ver mis cuadernos de notas en el colegio y en el instituto para darse uno cuenta. Luego llegó la universidad, la licenciatura y el doctorado, y mi interés por la materia llegó a su cima, de donde no ha bajado desde entonces. Pero, a pesar de ello, otros muchos campos del saber requirieron mi atención, en la línea de la curiosidad aprendida de mi madre. Dentro de este ansia de conocimiento, siempre me interesaron dos disciplinas relacionadas con el tiempo remoto. La primera, la astronomía, en su doble faceta espaciotemporal, de la que hablaré extensamente en otro post. La segunda, la paleontología, esto es, la ciencia natural que estudia e interpreta el pasado de la vida sobre la Tierra a través de los fósiles, y dentro de aquella, especialmente la paleoantropología, es decir, la rama que se ocupa del estudio de la evolución humana y su registro fósil. De esta en concreto quiero hablar hoy.
Desconozco cuándo comenzó mi pasión por esta materia, pero tuvo que ser relativamente pronto, porque los primeros recortes de revistas y periódicos que poseo de la temática (en la actualidad, un archivador entero) datan de diciembre del 81. Desde entonces, mi interés por la evolución humana a través de las noticias y los nuevos descubrimientos que aparecían en los medios de comunicación y a través de la lectura de libros de divulgación se ha mantenido inalterable, incólume. Por ello mismo, desde hace mucho tiempo sabía que a finales del año pasado se cumplía un aniversario redondo y gigante en la historia de la paleontología humana.
Lucy
Efectivamente, un poco después de las doce de la mañana del sábado 30 de noviembre de 1974 (no del 24, como afirman perrunamente todos los medios de comunicación), el paleoantropólogo estadounidense Donald Johanson y el entonces doctorando Tom Gray encontraron en la Localidad 162 del yacimiento etíope de Hadar, en la depresión de Afar, a orillas del río Awash, un conjunto de fragmentos óseos pertenecientes al esqueleto de un homínido, que posteriormente daría origen a la especie Austrolopithecus afarensis. Johanson dio a ese el nombre de Lucy (técnicamente, se lo conoce como AL 288-1), debido a que en el día del descubrimiento sonaba en una radio del campamento de trabajo la canción de The Beatles Lucy in the sky with diamonds.
En su momento, es decir, a mitad de la década de los 70 (aunque aún se tardarían cuatro años en realizarse los estudios correspondientes), el hallazgo causó sensación, por ser el esqueleto más completo, mejor conservado y más antiguo de un antepasado de andar erguido de la especie Homo sapiens, a la cual pertenecemos. Su datación final se estableció en 3,19 millones de años.
La casualidad ha querido que me halla topado con Lucy ya tres veces en mi vida. La primera, en diciembre de 1981. Durante aquel año, mis padres se habían abonado en su versión española, y por doce meses, a la prestigiosa revista norteamericana Reader's Digest, fundada en 1922. Aunque en mis manos cayeron otros números de la misma antes y después de aquel año, fue en el último volumen del abono donde aparecía, hipercondensado, como no podía ser de otra manera, el libro que Donald Johanson y el escritor y periodista estadounidense Maitland Edey redactaron conjuntamente sobre el sensacional hallazgo, titulado El primer antepasado del hombre. Yo tenía entonces trece años de edad, y quedé fascinado con la lectura del largo artículo.
Muchos, muchos años después, una mañana, paseando entre las casetas de libros de la cuesta de Moyano, aquí, en Madrid, y sin buscarlo, apareció ante mí la mítica obra, sin duda usada (tiene subrayados y anotaciones), pero en buen estado, y decidí adquirirla, con la intención de devorarla, pero tenía otras muchas en casa para leer antes que ella, y como algunas veces sucede, quedó alojada en una estantería cogiendo polvo.
Volvieron a pasar muchos años, y a mediados de octubre del pasado año, tras haber leído varios libros de historia, y buscando en mi biblioteca particular uno nuevo para empezarlo, avizoré por fin la fantástica obra, y decidí acabar lo iniciado hace cuarenta y tres años, casi día por día, casualmente cuando se cumplían cincuenta años del magno descubrimiento.
Casi dos meses he dedicado a su lectura, y puedo afirmar con rotundidad que se ha convertido en uno de los libros con los que he disfrutado más en toda mi vida. Cómo habrá sido la cosa, que, una vez finalizado, y con la intención de actualizar contenidos sobre la materia en cuestión, decidí leerme una de las grandes obras de Juan Luis Arsuaga, uno de los paleoantropólogos jefes de las excavaciones en los yacimientos de la Sierra de Atapuerca, en Burgos, llamada La especie elegida, y repito, cómo habrá sido la cosa, que esta última obra me pareció un escalón entero por debajo de la de Johanson y Edey. Y es que el libro sobre Lucy posee tal carga de conocimiento, amenidad y lirismo, que lo hace único. Es la narración de un increíble hallazgo, y la aventura que siguió al mismo, todo ello inserto en una historia completa sobre la evolución humana.
Los detectives de nuestros orígenes
¿Por qué me ha fascinado desde siempre la paleoantropología? Si bucear en archivos y bibliotecas ha sido para mí muy estimulante durante años, en especial durante la confección de la tesis doctoral, dirigida por el prestigioso historiador y académico de la Real Academia de la Historia, Carlos Martínez Shaw, indagar en el pasado remoto del hombre mediante el análisis de sus restos óseos mucho antes de que existiera la cultura escrita, me parece, sencillamente, abracadabrante.
Y es que a través de la paleontología humana realizamos un asombroso viaje hacia las raíces más profundas de nosotros mismos, hacia el alba del hombre. Siempre me ha parecido increíble que una especie como la nuestra (Homo sapiens), originada en algún lugar de África del norte o del este hace tan solo entre cien y doscientos mil años, haya podido tener un desarrollo mental tan escalofriante que le haya permitido, a partir de los primeros hallazgos de fósiles a lo largo del siglo XIX, realizar un recorrido hacia atrás en el tiempo hasta encontrar no solo su origen como especie, sino el de sus más antiguos antepasados, y saliéndose ya del estricto campo de la evolución humana, hasta el primer instante en que existió un hálito de vida sobre la Tierra.
Dentro de esta red de detectives del pasado que han posibilitado esta extraordinaria aventura intelectual, se halló en un principio la gigantesca figura de Charles Darwin, el científico inglés que en su magna obra El origen de las especies (1859) presentó su teoría de la evolución biológica a través de la selección humana, de forma paralela al también antropólogo británico Alfred Russel Wallace. A partir de entonces, una egregia nómina de investigadores sobre el origen del hombre fue desfilando a lo largo de las décadas: Johan Carl Fuhlrott, que halló los restos del primer hombre de Neandertal (1856); Eugène Dubois, descubridor del primer espécimen de Homo erectus (1893); Raymond Dart, quien localizó al Niño de Taung, primer representante de la especie Austrolopithecus africanus (1924); Robert Broom, descubridor del primer Paranthropus robustus (1938); Mary Leakey, que encontró el primer ejemplar de Paranthropus boisei (1959); Louis Leakey, que halló los primeros restos de Homo habilis (1962); el citado Donald Johanson, descubridor de Lucy, primer representante de Austrolopithecus afarensis (1974); Tim White, que halló la especie Ardipithecus ramidus (1994); Juan Luis Arsuaga, Eudald Carbonell y José María Bermúdez de Castro, quienes hallaron el primer ejemplar de la especie Homo antecessor (1994); Meave Leakey, quien descubrió el primer representante de Austrolopithecus anamensis (1995); Brigitte Senut, quien halló los restos de la especie Orrorin tugenensis (2001); o Michel Brunet, descubridor de Toumaï, primer ejemplar de Sahelanthropus tchadensis (2001).
Todos estos impactantes hallazgos, fruto de la portentosa capacidad investigadora de nuestra especie, originada, repito, hace menos de doscientos milenios, han dado como resultado la confección de un mapa temporal que transcurre entre tú, lector, y yo, y nuestro primer antepasado, el primer homínido, es decir, el primer ser de nuestra propia rama evolutiva, posterior a la separación de la línea de los chimpancés. Esa división del camino evolutivo, acaecida entre hace 4,5 y 7 millones de años, condujo por un sendero hacia los actuales orangutanes, gorilas y chimpancés, y por otro a nosotros mismos.
Desde que empezó a interesarme la paleoantropología, siempre he tenido presente el citado mapa. Siempre que los medios de comunicación informaban sobre la aparición de una nueva especie de homínido, como en el caso del famoso Homo antecessor en Burgos, en 1994, siempre, repito, leía la noticia con fruición y veía cómo se intercalaba el nuevo antepasado del hombre en el esquema de la evolución. Esto ha hecho que siempre haya considerado la labor de todos estos excelsos investigadores como la de los depositarios de las piezas de un colosal puzzle, aunque, en esencia, sean los creadores de las innumerables ramas de un altísimo árbol. Por su intrincado ramaje, veo pasar todas las especies de homínidos a través del tiempo; cómo esas van diversificándose; y cómo todas, salvo la nuestra, acaban desapareciendo en un momento dado. Ante esta tesitura, muchos han sido, a lo largo de la historia, los que han encontrado un cierto sentido a nuestro "triunfo" final en la larga marcha de la evolución. Y, sin embargo, solo la selección natural darwiniana y el puro azar lo han hecho posible.
Pienso en Darwin y en aquel capítulo que Jostein Gaarder le dedicaba en su extraordinario libro El mundo de Sofía, y cuya lectura, en un verano en Pedrezuela hace más de treinta años, me acabó haciendo llorar, debido a la poesía que desprendía y a la relevancia fundamental que para la historia de la ciencia significó la figura del eminente naturalista inglés. También me acuerdo de él por su viaje en el Beagle (1831-1836), aquella circunnavegación planetaria al mando del creacionista Robert FitzRoy, en la que, durante su estancia en las islas Galápagos, Darwin adquirió los conocimientos necesarios para desarrollar más tarde su teoría de la evolución. Aquella odisea marítima la cubrí con la lectura, hace dieciocho años, de la embriagadora obra de Harry Thompson Hacia los confines del mundo. Y, por supuesto, tengo que recordar al antropólogo británico por sus dudas y miedos ante la publicación de su excelsa obra El origen de las especies; dudas y miedos basados en las reacciones que sabía perfectamente que iban a tener su tesis sobre que el hombre es un animal que ha evolucionado a partir de otros animales. Veintitrés años le costó al pobre Darwin vencer sus temores, y ciertamente estos eran fundados, pues gran parte de la Iglesia y de la comunidad científica de la época arremetieron durísimamente contra él por deslizar la sorprendente idea de que los humanos somos el resultado de la evolución y el azar en lugar de ser la consecuencia de un destino preestablecido y de un propósito. Pero, al final, como Galileo más de doscientos años antes, el bueno de Charles estaba en lo cierto, y la razón venció a la oscuridad.
Darwin, Dart, los Leakey, Johanson, Arsuaga, White, Brunet y tantos otros han hecho posible la reconstrucción cuasiexacta de la historia del hombre y de sus antepasados a lo largo de los últimos siete millones de años. Fascinante e increíble. Por ello, volviendo al principio, a la inminente retirada de Joaquín Sabina y a su icónica La del pirata cojo, si yo no hubiera estudiado Historia y me hubieran dado a elegir en 1985 una carrera universitaria, eso sí, sabiendo lo que sé ahora, "entre todas las vidas" yo hubiera escogido la de paleoantropólogo. Que Lucy y Donald Johanson me perdonen.
No eres paleoantropólogo de hecho, pero sí de derecho. El hallazgo arqueológico explica y demuestra los orígenes del ser humano. Stephen Hawking, con su "Breve historia del tiempo", da una explicación de los orígenes de la existencia, desde la cosmología, otra ciencia con validez científica, como las ciencias más terrenales.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu sagaz comentario, Jerónimo.
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