EL 89 % DEL ICEBERG
¿Es posible conocer en profundidad la catadura moral de una persona? ¿Somos capaces de penetrar en la parte nuclear del ser humano en cuanto a su faceta ética? ¿Podemos estar toda una vida engañados sobre los valores morales más íntimos de un familiar, un amigo o un allegado?
Llevo muchos, muchísimos años, haciéndome estas preguntas, y desde hace muchos, muchísimos años, he llegado a la conclusión de que para llegar a saber si un hombre o una mujer merece realmente la pena, si tiene "buen fondo" (como diría una querida excompañera del trabajo), debe pasar por un triple filtro, por un severo escrutinio, por un exigente examen que, por desgracia (o por suerte, según se mire), solo acontece muy pocas veces durante la vida.
En ese análisis interior de los seres humanos, considero que el 5 % de sus integrantes son ángeles, el 5 % son demonios y el 90 % restante, ni especialmente buenos ni especialmente malos. A mí, realmente, no me interesan en esta ocasión los santos, los héroes, los mártires o los voluntarios en las ONG, pero tampoco los tiranos, los terroristas, los pederastas o los maltratadores. No. A mí me importan, en esta disección social, el común de los mortales, la gente "normal", la que uno se encuentra todos los días en su entorno más próximo, en la familia, en el trabajo, en los ratos de ocio, en el vecindario.
Parto de la base de que todos tenemos facetas múltiples, que durante la vida sobresalen, antes o después, a la superficie: bondad/maldad, generosidad/egoísmo, altura de miras/cortoplacismo, tolerancia/odio, humildad/prepotencia... Sin embargo, todas estas virtudes y defectos solo los observamos en pequeñas dosis, en la parte más externa de nuestro ser. Por decirlo gráficamente, esa inmensa mayoría de la población a la que me refiero, y en la que, naturalmente, me incluyo, se parece/nos parecemos a un iceberg, ese témpano de hielo flotante del que tan solo avizoramos una pequeña parte (11 %), ya que la casi totalidad de su superficie (89 %) se encuentra escondida bajo el agua, en las profundidades de mares y océanos. ¿Cómo saber si ese familiar tan entrañable, ese amigo tan bondadoso, ese compañero del trabajo tan simpático, ese vecino tan atento, no esconde una parte insondable de oscuridad y miseria? Supongo que habrá muchos métodos, pero yo, con el paso del tiempo, he atisbado tres infalibles: el comportamiento ante una herencia, ante una enfermedad muy grave y ante la muerte.
HERENCIAS
En torno a 1625, el genial Francisco de Quevedo escribió un famosísimo poema titulado Letrilla satírica, pero que siempre ha sido conocido como Poderoso caballero es don Dinero. Este texto, que se halla entre las cien mejores poesías de la lengua española, concretamente en el puesto cincuenta y seis, es una sátira sobre la influencia y el poder que el dinero tiene en la sociedad, capaz de modificar el comportamiento de las personas, independientemente de su origen o condición social.
Podemos constatar con rotundidad, cuatrocientos años después de la inmortal pieza, que su significado sigue vigente e inmutable a día de hoy. Y puedo afirmar, y afirmo, que la primera "prueba del algodón" para desenmascar a una persona tiene que ver, precisamente, con aquel gran personaje don Dinero: la forma de comportarnos ante una herencia. Y aquí pongo la lupa, fundamentalmente, en los hijos del fallecido, aunque pudiera haber otros familiares afectados.
¿Quién pudiera pensar cuando uno es pequeño, y convive y juega con su hermano en casa de sus padres, que varias décadas después (si la naturaleza lo permite, por supuesto) puede enfrentarse en una batalla campal contra su otra mitad en la familia? Y, sin embargo, la vida se halla llena de estas guerras sin cuartel por los despojos del difunto, en las que se demostrará finalmente la catadura moral de cada uno. Dinero, propiedades, objetos, todo un sinfín de bienes terrenales (solo bienes terrenales, que no nos acompañarán a la otra vida), por los que hermanos, hermanas, cuñados y cuñadas, con testamento o sin él, se enfrentarán, unas veces como seres racionales y otras muchas, como una manada de gorilas: que por qué padre te ha dejado la casa grande, y a mí, la mediana; que por qué madre te ha asignado aquella finca tan bien situada, y a mí, esta tan periférica; que por que a mí me tocó la parte peor del lote, y a ti la mejor (y eso que el sorteo había sido convenido previamente por ambas partes)...
Ese, el día en que se abre el testamento o el del reparto de los bienes, indicará claramente si la parte profunda de la persona, la zona escondida del iceberg, se halla llena de luz o se encuentra poblada de tinieblas y gusanos.
ENFERMEDADES
No, no hablo aquí de una gripe, una hernia, cálculos en el riñón o una apendicitis. Aquí me refiero a aquellas enfermedades que, como los grandes puertos del Tour de Francia (Alpe d'Huez, Galibier, Madeleine, La Plagne, Izoard, Tourmalet o Puy de Dôme), las considero, no de primera categoría, sino hors categorie, como pudieran ser, entre otras, el parkinson, la esclerosis múltiple, el cáncer o, por encima de todos, el alzheimer.
Y ante la forma en la que abordamos estas grandes desgracias de nuestros prójimos, se acredita, más incluso que con el tema de las dichosas herencias, el pelaje del que estamos revestidos en nuestro fuero interno. Y, por cierto, si uno no ha pasado por alguna de estas traumáticas experiencias, probablemente no se llegue a creer alguna reacciones.
Una madre va empujando la silla de ruedas que lleva a su joven hija por la calle. Durante ese trayecto por las aceras del barrio, gran parte de los conocidos saludan y hablan con ambas mujeres, pero otro segmento significativo de allegados se para a charlar con ellas, aunque solo se dirige hacia la madre, ya que la minusválida puede no entender la conversación (aunque la entienda perfectamente); otros pasan de largo delante del dúo, y harán que nos los ve; y, finalmente, algunos se cambian de acera para no coincidir con el puñetero cojo.
A un chaval adolescente se le ha diagnosticado un tumor cerebral. Ante esta quiebra de la fortuna, los padres le dedican mucho más tiempo, y salen menos con sus amigos de toda la vida, y empiezan a perder el contacto con el exterior. Sí, hay familiares, amigos, vecinos, que llamarán para interesarse por el estado de salud del joven (algunos, desgraciadamente, solo para husmear), pero un sector muy representativo de aquellos tardará muy poco en desengancharse de ese hábito, las llamadas irán disminuyendo con el tiempo, y tan solo quedará al final una minoría minoritaria que pregunte cómo se encuentra el chiquillo, cómo evoluciona la calamidad y cómo llevan esa cruz los padres.
Otra joven ha tenido un accidente de tráfico, y ha quedado tetrapléjica. Sus padres, como en el caso anterior, deben cambiar su vida por completo. El padre, en concreto, estaba acostumbrado a acudir una vez a la semana a una reunión con unos amigos en un local, para charlar distendidamente, para hacer vida social en definitiva. El grupo se solía juntar a la seis y media de la tarde, pero ahora la hija viene del centro de día a esa hora, y hay que atenderla durante un buen rato. Ante esa situación, el padre comenta a sus supuestos amigos que si no les importaría retrasar el horario de sus encuentros semanales una hora, pero los supuestos amigos le contestan que las siete y media es muy tarde, y que si el padre no puede acudir, pues así es la vida.
Nos hallamos en lo peor del COVID-19. Un matrimonio ha sido afectado por la cruel enfermedad, y ambos miembros han estado hospitalizados durante varios días. Se recuperan, afortunadamente, y vuelven a casa. Una amiga les llama para ver cómo se encuentran, acción que repite pasado unos dias. Pasan dos meses. Ahora es la amiga a la que se la ha detectado una enfermedad hors categorie. Ninguno de los miembros del anterior matrimonio se interesa por la ahora enferma. Cero llamadas. Pasan los meses. Al final, la mujer muere. Entonces sí, con ir al entierro los antiguos amigos creen que se arreglan las cosas.
Cuatro ejemplos dentro de una miríada de casos en donde la parábola bíblica del buen samaritano vuelve a repetirse dos mil años después. ¿Qué conduce a una parte no pequeña de la ciudadanía a exhibir unos comportamientos tan mezquinos? ¿La prisa? ¿El pasotismo? ¿La envidia (quizá, en el pasado, el ahora caído en desgracia era una persona a la que le iba razonablemente bien la vida)? ¿La maldad intrínseca? Supongo que habrá una mezcla de todo, pero como en los genocidios o en los atentados terroristas, a la víctima le importa una mierda la ideología del verdugo. Aquella solo sabe, perfectamente, que ese familiar, amigo, vecino, otrora simpático y atento, tiene el alma llena de podredumbre y ruindad.
MUERTE
Pudiera parecer, a primera vista, que el final de la vida, como nos iguala a todos, sería un trance ante el que el ser humano reacciona espléndidamente. Pero en muchas ocasiones, no es así.
Una mujer ha perdido recientemente a su marido. Pocos días después del óbito, un conocido (que no fue al velatorio ni al entierro, y que tampoco la llamó por teléfono) la visita. La viuda, esa mujer devastada por las circunstancias, supone que el amigo va a darla el pésame y, de paso, a gastar unos minutos con ella. Craso error. El supuesto amigo ha venido esa tarde a preguntarle una cuestión irrelevante, y ni le menciona al fallecido.
En un documental de reciente emisión, la viuda de Gregorio Ordóñez, el concejal del Partido Popular asesinado por la banda terrorista ETA en un restaurante de la parte vieja de San Sebastián el 23 de enero de 1995, comentaba las reacciones de sus vecinos y conocidos después del entierro de su marido. En el ascensor, la gente no la hablaba; por la calle, la mayoría esquivaba su presencia; y al entrar en las tiendas, se paraban las conversaciones, pero nadie, salvo el dependiente, se dirigía a ella. Eso, tras sufrir el asesinato de su marido, y con su hijo de dos años a su cargo. Es lógico que ella se viera a sí misma como una auténtica alma errante transitando por la bella Donostia. Alguno, incautamente, pensará que lo narrado es la situación de cualquier víctima del terrorismo en el País Vasco en aquellos "años del plomo", pero lo trágico es que la mayoría de los que la dieron la espalda después del atentado tenían una relación cordial y amable con ella y su marido antes de aquel. ¿Cómo explicarlo?
HAY QUE PASAR LAS PRUEBAS
Teselas de un gigantesco mosaico de miseria, fogonazos dentro de un túnel de mezquindad, teclas de un piano infernal. Son solo momentos muy minoritarios en la vida de una persona. Ni todos los días se abre un testamento, ni todos los días se encuentra alguien a un familiar próximo con una enfermedad gravísima, ni todos los días fallece un buen amigo. Afortunadamente. Pero que quede claro que aquel hermano, tío, primo, compañero de trabajo, colega de ocio o vecino, tan majo, tan simpático, tan cordial, tan educado, tan sonriente, tan aparentemente buena persona, podría estar engañándonos toda su puñetera existencia, mostrándonos tan solo la parte visible del iceberg, haciendo sobresalir solamente la superficie de su personalidad, salvo que, entre otras pruebas, se enfrente al triple filtro arriba indicado. Solo entonces descubriremos el verdadero, auténtico y genuino interior de su alma.
Todo el mundo es muy bueno de visita. Es en los momentos de la verdad cuando se conoce al prójimo. La condición humana en sociedad es muy mezquina, excusándose en la supervivencia. En definitiva, hay personas mejores que otras, porque así quieren ser.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario. Abrazos.
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