A OCHENTA AÑOS DEL APOCALIPSIS
Ahora que se acerca raudo y veloz el ochenta aniversario del suicidio de Adolf Hitler en su bunker de Berlín (30 de abril) y de la rendición de la Alemania nazi ante las potencias occidentales (7 de mayo) y ante la URSS (8 de mayo), que puso punto y final en Europa a la mayor matanza de la historia, quiero hacer un pequeño comentario sobre el episodio que, a mi juicio, supuso el punto de inflexión de la Segunda Guerra Mundial en el Continente.
AZAZEL RESIDIÓ CINCUENTA Y SEIS AÑOS EN LA TIERRA
Al margen de la historia de la Edad Moderna (especialmente, desde finales del siglo XV hasta comienzos del XVIII), tres personajes públicos me han interesado sobremanera a lo largo de toda mi vida, a los que he dedicado cientos de horas de lectura de libros, artículos de revistas y de periódicos, así como decenas y decenas de horas de visionado de documentales: la vida de Jesucristo, el asesinato de John Fitzgerald Kennedy y el transcurrir vital en este planeta de uno de los tres asesinos más letales de toda la historia, una auténtica personificación del mal: Adolf Hitler.
Sus humildes y monótonos orígenes; su participación anodina en la segunda carnicería más grande de la humanidad; la fundación, junto a Karl Harrer, Anton Drexler y Dietrich Eckart del NSDAP (Partido Nacional Socialista Obrero Alemán) en 1920; su participación en el Putsch de la Cervecería en Múnich en 1923; su posterior encarcelamiento durante solo nueves meses por este intento de golpe de Estado (1925); la publicación del Mein Kamph, escrito durante su presidio, y que anticipaba su cruel y enloquecido ideario político; su irresistible ascenso en las Elecciones federales de Alemania entre 1928 y 1932; su estrambótica llegada a la Cancillería del Reich germano el 30 de enero de 1933, provocada por la irresponsabilidad y el juego de aprendices de brujo de la clase derechista alemana.
La rápida creación de una dictadura unipersonal; la veloz destrucción de todas las sanciones e indemnizaciones a las que Alemania (sin duda, de manera injusta por la estratosférica cifra de las mismas) fue sometida en el Tratado de Versalles, tras perder la Primera Guerra Mundial; su voraz expansionismo desde 1936 a 1939, que le llevó a anexionarse la zona desmilitarizada de Renania, Austria y Checoslovaquia, sin disparar un solo tiro, y solo a base de amenazas, política de hechos consumados y pusilanimidad de las potencias occidentales, especialmente de Francia y Reino Unido.
Su invasión de Polonia, el 1 de septiembre de 1939, que derivó en el comienzo de la Segunda Guerra Mundial; el asesinato de seis millones de judíos y miles de rusos, polacos, gitanos y personas de otras nacionalidades en los campos de exterminio, de los que destacó con luz propia el de Auschwitz; y, finalmente, el apocalipsis que supuso la contienda, con el inicial y fulgurante triunfo nazi y el apoteósico final, digno de El ocaso de los dioses, de Richard Wagner, con el suicidio del sátrapa, mientras las tropas soviéticas hacían ondear la bandera roja de la URSS en la azotea del Reichstag.
TUVO EL TRIUNFO EN LA MANO
Todo ello, todo, ha formado parte de mis preferencias lectoras y audiovisuales de los últimos cuarenta y cinco años. Y es que la subida imparable de esta encarnación suprema de la infamia desde el ostracismo más absoluto hasta la cúspide del poder de la nación más desarrollada de Europa en aquel momento, y todo por medios legales, se convirtió para mí en un polo de atracción irresistible. Y no solo eso, sino que este Satán del siglo XX pudo, y debió ganar la contienda mundial que él mismo empezó, con las consecuencias que ello hubiera tenido para el devenir de la historia.
Si un marciano hubiera llegado a la Tierra el sábado 21 de junio de 1941, se hubiese informado sobre el desarrollo de la conflagración que se hallaba en curso y alguien le hubiera preguntado un pronóstico sobre el posible vencedor de la misma, es evidente que el hombrecillo verde hubiese apostado al 100 % por Alemania. Y es que ese sábado finisecular, el Führer dominaba, directamente o a través de sus aliados, Francia, Bélgica, Luxemburgo, Holanda, Italia, Austria, Checoslovaquia, Hungría, Croacia, Serbia, Grecia, Bulgaria, Rumanía, Albania, Polonia, Ucrania, Bielorrusia, Dinamarca, Noruega y Finlandia. Es decir, dentro de Europa, solo eran estados supuestamente neutrales Portugal, España, Irlanda, Suiza y Suecia. La marea nazi se hallaba en su clímax, y tan solo Reino Unido, dirigido por el admirable Winston Churchill, hacía frente como podía, al otro lado del Canal de la Mancha, a la fortaleza continental de Adolf Hitler.
AMISTADES PELIGROSAS (BELCEBÚ Y ASMODEO)
Por si fuera poco, el 23 de agosto de 1939, es decir, nueve días antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, el dictador alemán e Iósif Stalin (otro de los mayores carniceros de la historia) habían firmado el Tratado de no Agresión entre Alemania y la URSS, que no solo contemplaba el explícito enunciado, sino que contenía un Protocolo adicional secreto, mediante el que las dos potencias se repartían la Europa oriental, extremo que con el transcurrir del tiempo se concretaría en el dominio soviético sobre Finlandia, Lituania, Letonia, Estonia, parte de Polonia y parte de Rumanía. Durante los siguientes meses, los partidos comunistas europeos justificaron el pacto y siguieron las órdenes de Stalin de cesar la propaganda contra el fascismo y atacar a las democracias occidentales enemigas de la Alemania nazi. Después de 1945, naturalmente, los partidos comunistas fueron, por supuesto, muy antifascistas.
Si ese sábado 21 de junio de 1941, el demonio austríaco (había nacido en la localidad de Braunau am Inn el 20 de abril de 1889) se hubiera conformado con sus amplísimas conquistas, y no hubiera aspirado a continuar su insaciable expansionismo, difícil, por no decir imposible, hubieran las potencias occidentales haber ganado la guerra, por la sencilla razón de que solo Reino Unido resistía, ya que Estados Unidos, a pesar del apoyo económico y armamentístico que estaba suministrando a aquel, se hallaba recluido aún en su cómodo aislacionismo, y no sería hasta el ataque japonés a la base hawaiana de Pearl Harbour el 7 de diciembre de ese mismo año, cuando se decidiera a entrar definitivamente en el conflicto.
LA RANA Y EL ESCORPIÓN
¿Qué hizo que Hitler rompiera su amistad con Stalin y decidiera invadir la URSS el domingo 22 de junio de 1941? Pues para evitar exponer intrincadas teorías, podríamos resumirlo en su visceral odio al comunismo y en la moraleja que se puede extraer de la fábula, generalmente atribuida a Esopo, de la rana y el escorpión: porque era su naturaleza (la de Hitler), una naturaleza maligna, que no reparaba en límites de ningún tipo, y cuyos deseos de espacio vital (Lebensraum) para el Reich eran insaciables.
TUVO A NAPOLEÓN DE REFERENCIA, Y NO APRENDIÓ LA LECCIÓN
En todo caso, la Operación Barbarroja, como se llamó el plan de invasión de la URSS de 1941, ideada en una conferencia secreta el 31 de julio del año anterior, se inició ese domingo de finales de junio, y aunque durante las primeras semanas los avances del ejército alemán fueron muy rápidos, la resistencia soviética, los problemas logísticos de los invasores y la llegada del general Invierno hicieron parar la ofensiva nazi, ya casi a las puertas de Moscú, a principios de diciembre.
A pesar de ello, a comienzos del verano siguiente, Hitler retomó la ofensiva contra la URSS (esta vez, denominada Operación Azul), lanzando un ataque a gran escala hacia la ciudad de Stalingrado y hacia los yacimientos petrolíferos del Cáucaso. En septiembre, las fuerzas germanas habían llegado a las afueras de Stalingrado y a 192 kilómetros de las costas del mar Caspio. Ese fue el momento de la pleamar del poder nazi en Europa.
Cuando todo parecía perdido en Stalingrado, y los alemanes ya controlaban el 90 % de la población, un contraataque soviético llevado a cabo a mitad de noviembre cambió el curso de la batalla, comenzó a arrinconar a los alemanes y provocó, finalmente, su rendición el 2 de febrero de 1943. Esta derrota, sumada a la, esta sí decisiva, batalla de Kursk, en julio y agosto de ese mismo año, significó el principio del fin del nazismo en Europa, pues su ejército no solo no obtendría más victorias en el Frente oriental, sino que, desde ese momento, se batiría en continua retirada, hasta la caída de Berlín y la rendición final.
Emulando a otro déspota despreciable, como fue Napoleón Bonaparte (quien inició su ataque a Rusia casi el mismo día que Hitler, pero de 1812, y que también cavó su propia tumba en las planicies rusas), Adolf Hitler invadió la URSS en junio del 41, cuando tenía conquistada toda Europa, a excepción de unos pocos países neutrales. Su tratado de no agresión con Stalin le aseguraba, además, la tranquilidad en las fronteras limítrofes con la URSS de sus conquistas más orientales. Estados Unidos aún no había entrado en el conflicto, entre otras cosas porque la inmensa mayoría de su población veía con malos ojos inmiscuirse en él. Solo Reino Unido, con el mítico Churchill al mando, resistía las embestidas periódicas de la aviación alemana.
UN ERROR ESTRATÉGICO FATAL
Ese mes de junio de 1941 podía haber acabado la guerra en Europa si Hitler se hubiera conformado con sus amplias ganancias territoriales después de veintiún meses de conflicto. Sin embargo, en un triple salto mortal hacia atrás con venda incluida, intentó el "no va más", es decir, conquistar la vasta (en extensión y en habitantes) Unión Soviética. Pensó que en unas pocas semanas sus 3.800.000 soldados llegarían a Moscú, tomarían el poder y se harían con un territorio que se extendía desde los montes Urales hasta el océano Pacífico. Se equivocó fatalmente, por suerte para la humanidad, y comenzó a perder una guerra que tenía ganada.
Porque desde el mismo momento de la invasión, la URSS se unió a las fuerzas aliadas, y tras resistir el asedio nazi durante año y medio, pasó a la ofensiva en febrero de 1943. Después de dieciséis meses de acometida casi en solitario (hasta el 17 de agosto de ese año, los aliados no entraron en el Continente a través de Sicilia), los soviéticos encontraron en el Desembarco de Normandía el anhelado Segundo Frente contra Hitler (6 de junio del 44), y entonces, rusos, norteamericanos e ingleses fueron arrinconando como una enorme tenaza a los alemanes, hasta la rendición final de estos, de la que en unos días se cumplirán ochenta años. Siete días antes de ese desenlace, el causante de la mayor matanza colectiva de toda la historia (setenta millones de muertos, de los que solo el valeroso pueblo ruso pagó el precio de veintisiete millones) se pegó un tiro en la cabeza. Pero, ¿qué hubiera pasado en la historia de Europa si ese mismo émulo de Lucifer no hubiera puesto en marcha la Operación Barbarroja? Da miedo pensarlo.