martes, 29 de octubre de 2024

EL MURO MÁS INFAME

    Un pequeño, pero necesario aviso a navegantes. Estoy en contra de todo tipo de dictaduras, sea del color que sea. Para mí, fueron igual de repulsivos en el aspecto político Josef Stalin y Adolf Hitler, Mao Zedong y Benito Mussolini, Pol Pot y Alfredo Stroessner, Fidel Castro y Augusto Pinochet, Daniel Ortega y Jorge Videla, Nicolás Maduro y Rafael Trujillo o Erich Honecker y Francisco Franco. Lo triste de esta afirmación es que, en consonancia con lo comentado por un afamado periodista hace ya muchos años, en España somos una minoría los que opinamos así. Tanto en una parte como en la otra del espectro político patrio, son muchos los que aún defienden determinados regímenes en función única y exclusivamente de su ideología. No es mi caso. Allá ellos. Comencemos, pues.

    Entre los años 221 y 210 a. C., el emperador chino Qin Shihuang mandó construir el primer tramo de la célebre Gran Muralla, con el objetivo de frenar las incursiones de las tribus mongoles del norte. Las dinastías posteriores continuaron la labor, edificando nuevas partes, hasta alcanzar la increíble extensión de 8850 kilómetros.

    En el año 122 de nuestra era, el emperador romano Adriano ordenó levantar un muro de 117 kilómetros en el norte de las islas británicas, para defenderse de los ataques de un pueblo autóctono de la zona, los pictos, que se negaban a la romanización y lanzaban razias periódicas contra las colonias romanas.

    En la línea de estos dos ejemplos, muchas otras murallas fueron construidas a lo largo de la historia, con el fin de blindar las fronteras entre países, para evitar la entrada de enemigos, traficantes o migrantes. Sin ir más lejos, el siglo XX fue testigo de una carrera enloquecida de edificaciones masivas de este tipo. Sin ser exhaustivos, recordaremos los conocidos como Peace lines o líneas de la paz, que desde 1969 separan barrios católicos y protestantes en algunas ciudades de Irlanda del Norte; las vallas que, desde los años 90, separan India y Pakistán, con una longitud de 2912 kilómetros; las verjas de Ceuta (8 kilómetros) y Melilla (12 kilómetros), que cierran el paso con Marruecos desde 1993-1996; el muro que aísla Estados Unidos de México, comenzado en 1994, y con una extensión actual de 1123 kilómetros; el que divide Israel y Gaza, iniciado en 2002, y que cuenta con 810 kilómetros; o el que trata de disociar México de Guatemala, proyectado en 2014, y con un total de 958 kilómetros.

    Sin entrar en cuestiones de detalle, todas estas construcciones fueron diseñadas y ejecutadas por miedo a un enemigo exterior, real o imaginario, que trataba de penetrar en el recinto nacional interior. El objetivo último era proteger a los ciudadanos de un reino, nación o zona geográfica frente a peligros exteriores. En este sentido, por mucho que nos repugnen algunos de los ejemplos expuestos, la acción de los gobiernos de turno tenían una lógica aplastante.

    Sin embargo, en el terrible y sangriento siglo XX también se proyectó y edificó un muro, en las antípodas del objetivo buscado por los hasta aquí citados. Si estos trataban de defender el interior de un lugar frente a una agresión exterior, esta curiosa e infernal muralla buscaba justamente lo contrario: impedir la salida de sus habitantes nacionales hacia el exterior. La historia, no por conocida, es menos impactante.

    Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, con el triunfo de los Aliados frente al nazismo, Alemania quedó dividida en dos partes: la occidental, bajo la influencia de Estados Unidos, Reino Unido y Francia, con un sistema democrático, parlamentario y constitucional, que desembocó en la creación de la República Federal Alemana (RFA) el 23 de mayo de 1949; y la oriental, en la órbita de la URSS, con un régimen dictatorial, de partido único, que dio lugar a la República Democrática Alemana (RDA) el 7 de octubre de ese mismo año.

    Dentro de este mundo bipolar, destacaba con luz propia el singular caso de Berlín. Y es que la antigua capital del Tercer Reich quedó igualmente dividida en dos sectores, el occidental y el oriental, con las mismas estructuras políticas citadas, pero situada en el centro de la RDA. Berlín oeste quedó, pues, atrapada dentro del bloque comunista, como un islote en un océano de totalitarismo. ¿Qué es lo que pasó? Pues que, con el paso del tiempo, gran parte de la población de Berlín este, a la vista de la libertad y pujanza económica que irradiaba el otro sector, decidió trasladarse a vivir allí, primero lentamente y luego, en masa (tres millones de personas entre 1949 y 1961). Ante esta decisión colectiva, las autoridades de Alemania oriental decidieron cortarla de raíz, y en la noche del 12 al 13 de agosto de 1961 comenzaron a construir un muro de hormigón, de 3.6 metros de alto y 155 kilómetros de largo, que atravesaba 192 calles, y que sellaba los límites entre Berlín este y oeste por una parte, y entre Berlín oeste y el resto de la RDA por otra.

    Acompañando al muro, se creó la llamada "franja de la muerte", formada por un foso; una alambrada; una carretera por la que circulaban constantemente vehículos militares; sistemas de alarma; armas automáticas; torres de vigilancia; y patrullas seguidas por perros las veinticuatro horas del día.

    De esta manera brutal e ignominiosa, los dirigentes de Alemania oriental condenaban y hacían trizas los proyectos de vida de miles de personas y de familias, que en muchos casos quedaron separadas contra su voluntad. Pero aun así, mucha gente no se resignó a vivir el sueño de libertad de la parte occidental de la ciudad, y durante los veintiocho años siguientes unas cinco mil personas intentaron cruzar el maldito muro, de las que tres mil fueron detenidas y unas 140 asesinadas por las fuerzas de seguridad del régimen comunista, la primera el 17 de agosto de 1962 y la última el 5 de febrero de 1989.

    Solamente una conjunción planetaria asombrosa hizo posible el socavamiento del aquel muro de la vergüenza. Efectivamente, a mediados de los años 80 coincidieron en el tiempo cuatro grandes dirigentes políticos y religiosos: el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan; la premier británica, Margaret Thatcher; el papa Juan Pablo II; y, sobre todo, el presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov. La firmeza ante el imperialismo soviético de los dos primeros; la enorme talla intelectual y ética del tercero; y, especialmente, la apertura política desarrollada en su país por el cuarto, concretada en las famosas perestroika (reestructuración económica) y glásnost (atenuación de las restricciones que impedían la libertad de expresión y la libre circulación de ideas), crearon las condiciones necesarias para que el milagro se produjera, y en la noche del jueves 9 de noviembre de 1989 cayera aquel símbolo de la opresión.


Fotografía incluida en La Izquierda Diario el 13 de agosto de 2021

Fotografía incluida en la revista Ethic en noviembre de 2019

    ¿Qué lecciones podemos sacar de este magno acontecimiento, del que en pocos días se cumplirá el XXXV aniversario. Para mí, lo más importante es el ansia de libertad y de prosperidad material de las personas. Sobre lo primero, hay que recordar la impactante respuesta que Lenin, el líder soviético, dio al catedrático de Derecho Político y socialista humanista con influencia cristiana Fernando de los Ríos en octubre de 1920. En un viaje impulsado por el PSOE para ver la posibilidad de que el partido se adhiriera a la Tercera Internacional o Internacional Comunista, y tras pasar unos días en Moscú viendo la realidad cotidiana de la gente (a la que describió en su libro Mi viaje a la Rusia sovietista como "multitud andrajosa, macilenta y triste") después de tres años de Revolución, el intelectual y político malagueño se entrevistó con el máximo dirigente comunista, y ante la observación que a este le hizo sobre el control de la población y la práctica ausencia de libertades que había presenciado durante esos días en la capital soviética, Lenin le espetó: "¿Libertad para qué?".

    Es muy fácil, desde el cómodo sillón de nuestra habitación, con aire acondicionado en verano y calefacción en invierno, minusvalorar o directamente despreciar la importancia de la libertad para el ser humano, en especial cuando la tenemos ya conseguida, en nuestro caso desde hace ya casi cinco décadas. No seré yo quien trate de dar puestos en un ranking a conceptos tan trascendentales para el ser humano como la paz, la justicia, la igualdad, la fraternidad o la libertad. Todos ellos me parecen esenciales para el ciudadano de a pie, pero si falla la libertad, una parte fundamental de la persona, que es la autonomía en la toma de decisiones durante la vida, queda cercenada. Además, la libertad, a la larga, casi siempre provoca la mejora de las condiciones materiales de la gente. Así, según datos del Fondo Monetario Internacional para 2024, de los diez primeros países con mayor Producto Interior Bruto del mundo, nueve son democracias. Por algo será. Y, por cierto, del décimo ya hablaremos en siguientes post.

    Y es que, efectivamente, la segunda conclusión que podemos extraer del hundimiento del Muro de Berlín es el deseo de mejora material que tienen las personas durante su vida. Todo el mundo quiere conseguir una vida mejor que la de sus padres. Es lógico y plausible. Todo el mundo aspira a un buen trabajo y a una buena vivienda; muchos, a formar una familia y a que sus miembros alcancen una vida digna y meritoria. ¿Cómo diablos podía un ciudadano de Berlín oriental llevar a buen puerto estos deseos en una dictadura que no solo negaba las libertades más básicas del individuo, sino que cortaba sus ansias de ascenso social salvo que fueras miembro del partido único?

    Sin embargo, todos estos sueños de libertad y prosperidad jamás se hubiesen logrado sin la acción política de dirigentes con talla mundial. Y esta es la otra moraleja de la caída del Muro y del bloque comunista en su conjunto. "La política es el arte de lo posible". Esta frase, atribuida al sabio Gottfried W. Leibniz (1646-1716) quiere decir que los dirigentes políticos de un país deben buscar siempre lo mejor para sus ciudadanos, pero con una visión posibilista, realista, "sanchopancesca" si se me permite la expresión. Más allá de utopías, mundos felices o paraísos en la Tierra ideados por diversas ideologías, y que a lo largo de la historia solo han provocado ruina, destrucción y muerte, la senda del verdadero progreso siempre se ha hallado en las reformas. Y así, frente a la Revolución rusa, que instauró un régimen de terror durante setenta y cuatro años, Mijaíl Gorbachov entendió que la única manera de sacar del colapso y del ostracismo a los habitantes de su país (y, por ende, a todos los del bloque del este) era la puesta en práctica de una serie de reformas que suponían la apertura política y económica. Sin lugar a dudas, de los cuatro dirigentes antes comentados, "el hombre de la mancha de chocolate en la frente", como le llamaba un antiguo compañero mío de universidad, fue el más importante. Sin su participación clave, Dios o el demonio saben cuándo podía haber caído el Muro de Berlín.

    Rememorando al gran Carlos Gardel, podríamos concluir "Que es un soplo la vida / que veinte años no es nada". Y sin embargo, treinta y cinco parece una eternidad. Pienso en los acontecimientos que sucedieron en mi existencia a comienzos de noviembre de 1989, y no es que me trasladen a una época antigua, es que se me asemejan a un sueño. Pero ocurrieron. Y creo, honestamente, que, al margen de los vericuetos, meandros y volteretas que sucedieron en el mundo después de aquella noche liberadora, las personas de bien deberíamos acoger este aniversario con regocijo y alegría, porque la caída de un muro no solo comenzó a liberar a millones de personas de un Leviatán oscuro y cruel, sino que les abrió las puertas a sus sueños más personales y auténticos.













martes, 15 de octubre de 2024

ABDUCIDOS POR EL MÓVIL

     Necesariamente, tengo que comenzar haciendo dos consideraciones previas a la hora de abordar la temática en cuestión. La primera, que debiera aparecer en el frontispicio no solo de este artículo, sino de todos aquellos en los que trate asuntos relacionados con las costumbres y hábitos de la sociedad española actual, es el de la libertad. A ella se refería, sin ir más lejos, Miguel de Cervantes hace 409 años, cuando en la segunda parte de su inolvidable novela ponía en boca del antihéroe don Quijote las siguientes palabras, dirigidas a su fiel escudero:

         "La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre".

    Con esta potente afirmación, resalto, pues, el derecho que cada ciudadano tiene a hacer lo que le venga en gana con su vida, siempre y cuando no traspase la frontera del de los demás. Y aquí se incluye, naturalmente, el uso del teléfono inteligente.

    La segunda observación imprescindible en esta nueva entrada del blog es la ambivalencia que gran parte de la ciencia y la tecnología ofrecen al ser humano. Así, la energía nuclear puede ayudar a curar el cáncer o a destruir Hiroshima y Nagasaki; un camión Renault Midlum puede ser utilizado para repartir productos alimenticios frescos o congelados, pero también, en manos de un yihadista enloquecido, para asesinar a ochenta y cuatro personas en el paseo de los Ingleses, en Niza, el 14 de julio de 2016; o un ordenador puede ayudarnos a confeccionar maravillosamente una tesis doctoral, aunque, usado por un hacker, podría servir también para infectar a 360.000 equipos informáticos, como ocurrió el 12 de mayo de 2017, cuando el ransomware denominado WannaCry fue distribuido en la red por unos ciberdelincuentes, que exigían un rescate en Bitcoin para proporcionar claves de descifrado a los sistema dañados.

   En definitiva, que a la ciencia y a la técnica se las puede dar el uso que nosotros queramos.

   Centrándonos ya en nuestro querido smartphone, las frías cifras son harto elocuentes acerca de su cotidiana realidad entre nosotros. A día de hoy, existen en el mundo unos siete mil millones de aparatos, para una población de unos ocho mil doscientos millones de habitantes; en España, por ejemplo, hay unos cuarenta millones de unidades, para unos cuarenta y nueve millones de personas; y también en nuestro país, un 69.5 % de niños de diez a quince años son usuarios de teléfonos inteligentes.




Obras del ilustrador y animador activista inglés Steve Cutts

    

    Ante este tsunami, ante esta avalancha de tecnología, ¿cómo estamos reaccionando en España (el resto de naciones no las conozco, y tampoco me importan)? Dos aspectos me parecen relevantes a la hora de analizar el fenómeno: el cuánto y el qué.

    Empecemos por el cuánto, es decir, por cuánto tiempo dedicamos al smartphone. Bien. Son las siete y media de la mañana de este octubre otoñal, y uno sale a la calle, aún anochecida, y se topa con personas (de todo tipo de edad) que van alumbrando el camino, cual luciérnagas, mirando compulsivamente el aparatito mientras caminan rápidamente hacia sus centros de trabajo o de estudio. Muchos de esos hombres-luciérnaga acaban minutos después en los vagones del metro de las grandes ciudades. Allí, en esos receptáculos andantes, antaño poblados de periódicos o libros, reina, majestuoso, nuestro entrañable teléfono inteligente. De cada diez personas, ocho asisten impávidas a algo gordo, muy gordo, que se está produciendo en esos instantes, incluso en grupos de amigos. Pocas hablan, y alguna duerme, pero en franca minoría. 

    Llegamos al trabajo, y comienza la jornada laboral, y trabajamos, sí, pero en cuanto suena el famoso pitido, ¡zas!, ya estamos echando un ojo a nuestro querido amigo de fatigas, a ver si ha comenzado la Tercera Guerra Mundial o si el hombre ha llegado a Marte. Durante la jornada, vamos al baño, pero acompañados del famoso instrumento, por si nos perdemos algo que está sucediendo ahí afuera, por si tenemos una llamada urgente o para seguir la trascendental conversación que estamos llevando a cabo. Es escalofriante oír a muchos hombres hablando con sus seres queridos con una mano, y con la otra... salvo que tengas auriculares, claro está. Eso, en la parte de los trabajadores, porque en la de los ciudadanos (empresas públicas) o clientes (empresas privadas), la situación es idéntica. Tan embebecidos se hallan muchos en los grandes misterios que destila el smartphone, que pierden sus turnos a la hora de ser atendidos, y aparecen a los diez minutos justificando su falta de atención en algún bulo poco convincente.

   Hay gente, los viernes y los sábados fundamentalmente, a la que, aunque parezca increíble, la gusta todavía ir al cine. Pocos hacen ya colas en las taquillas, porque casi todo el mundo ha comprado su localidad por Internet. Por eso, cuando queda un minuto para que comience la película, no hay prácticamente nadie en la sala, y la mayor parte entra como un tornado cuando las luces se han apagado, buscando con sus luciérnagas andantes las butacas, y molestando sobremanera a los que, educadamente, llevaban sentados ya varios minutos (¡ay, la educación! ¿dónde quedó?). Pero es que durante el transcurso de la proyección, mucha gente (que ha quitado el sonido a su aparatito) observa en la oscuridad los mensajes, sin duda capitales, que le son enviados a ese antiguo pequeño salón de ocio, ya no tan de ocio.

    En las paradas de los autobuses, en los bancos de los parques, en las salas de espera de los centros de salud de atención primaria, en las terrazas de los bares, en las salidas para acompañar a los perros a dar una vuelta..., la gente ya no mira la calle, no observa la vida que se desarrolla a su alrededor, tan solo se halla pendiente de las impactantes y espeluznantes noticias que le llegan a través del minúsculo celular. Hace ya muchos años, cuando aún no se había generalizado el uso del móvil en España, escuché una tertulia nocturna de radio en la que el director de un programa preguntaba a un contertulio si a lo largo del día miraba mucho su smartphone. Recuerdo que aquel respondió que sí, y cuando se le volvió a inquirir cuántas veces llevaba a cabo la acción, afirmó, un poco avergonzado, que unas doscientas. No quiero pensar el resultado si hoy se le volviera a llevar a cabo la interpelación.

    Y después del cuánto, debemos entrar en el qué, esto es, en el qué miramos, en el qué invertimos nuestra atención a lo largo de tanto tiempo durante nuestra valiosa y corta vida. Y llegados a este extremo, la cosa empeora aún más. Porque el teléfono inteligente, bien mirado, tiene muchas funcionalidades, y, sin embargo, los españoles de este siglo XXI nos hemos empeñado en utilizar fundamentalmente una, las redes sociales, llámese Facebook, Instagram, X (antigua Twitter), Tik Tok, WhatsApp, Telegram o un largo etcétera.

    A mí, en principio, la idea de las redes sociales me parece genial, vamos, que a personas como Mark Zuckerberg, Kevin Systrom, Mike Krieger, Jack Dorsey, Yiming Zhang, Brian Acton, Jan Koum o Pavel Durov, las considero unos visionarios y artífices de la interconexión personal y planetaria, algo inimaginable hace tan solo veintidós años. Ahora bien, lo que me parece deprimente es el uso que se está llevando a cabo de esta preciosa tecnología. Porque, seamos sinceros, ¿qué estamos consumiendo, mayoritariamente, en estas redes sociales? Lo primero, fotos, miles de imágenes, que son captadas por otros, única y exclusivamente para ser subidas a las redes: selfies, poses extravagantes, momentos de un concierto de música, instantes de un partido de fútbol... Lo segundo, vídeos, millones de vídeos: la caída de la tía Gertrudis en aquella boda, el mordisco que le pegó el can a aquel pobre transeúnte, el descenso salvaje del pequeño Saúl por aquel tobogán de agua en Aquópolis, los cuernos que aquel chaval ponía a su amigo en la cabeza mientras otro le echaba una foto... Y tercero, frases, trillones de frases, pero no conversaciones. Frases sueltas, de una línea o media, sin puntos ni comas, con una ortografía extraña, con muchos emoticonos, con muchos besos, aplausos, dedos para arriba y para abajo, muchos corazones, infinitas risas estruendosas, innumerables brazos forzudos... Un lenguaje primitivo, arcaico, anterior a Atapuerca... ¿En qué nos estamos convirtiendo? Está claro que cada uno puede hacer con su vida lo que le venga en gana, pero...

    No pretendo ser ni un predicador ni un activista woke, pero creo, honestamente, que nos estamos pasando, y mucho. La ciencia y la tecnología surgieron en este diminuto planeta, situado en un oscuro rincón de nuestra galaxia, para hacernos la vida mejor y más cómoda. Vinieron a servirnos, no a que nosotros las sirviéramos. Vinieron a recordarnos las penalidades que sufrieron los constructores de las pirámides de Egipto; las zozobras de los navegantes que llegaron a América hace justo 532 años; las tristes condiciones de vida de millones de personas a lo largo de la historia, que no tuvieron la suerte de disfrutar de la luz eléctrica, del avión, del tren, del coche, de la radio, de la televisión, del smartphone... Y he aquí, que nosotros, privilegiados seres, que lo tenemos todo, porque hemos contado con la inmensa fortuna de aparecer en este nuevo alba de la civilización del siglo XXI, nos obstinamos en empobrecer nuestras existencias a costa de infrautilizar o utilizar rematadamente mal un extraordinario aparatito, de infinitas posibilidades, que ya hubiesen deseado nuestras diez mil generaciones pasadas.

    Pero como ocurre siempre, la vida es un orden de prioridades, en la que cada individuo establece las suyas. Y se ve que hoy en día, una gran parte de la población española ha decidido dejarse abducir por el maravilloso instrumento tecnológico, sin extraer sus amplias e incalculables funcionalidades. Expresado en la lengua de nuestros vecinos del norte: ¡quel dommage!

    

    

    











martes, 1 de octubre de 2024

ALFA Y OMEGA

         "A las cinco de la tarde.
        Eran las cinco en punto de la tarde.
        Un niño trajo la blanca sábana
        a las cinco de la tarde.
        Una espuerta de cal ya prevenida
        a las cinco de la tarde.
        Lo demás era muerte y solo muerte
        a las cinco de la tarde".
        (Federico García Lorca, Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, 1935)

    Media hora más tarde que la cogida del famoso torero, inmortalizada por el gigante granadino de las letras, te nos escapaste, Mari, hacia el otro lado del mundo, donde nunca amanece, hace hoy justamente nueve años. Y 108 meses después, veo aún aquella silenciosa habitación, con papá y mamá a los pies de tu cama y yo, a tu lado, y observo, a las cinco y media de la tarde de aquel jueves asesino, cómo una repentina blancura comienza a recorrerte desde los pies hasta la cabeza. Y percibo cómo casi cuarenta y cuatro años de vida van desapareciendo súbitamente delante de nuestros ojos atónitos. Y recuerdo cómo lloramos los tres, desconsolados.

    Y 3288 tardes después de aquel último atardecer, me sigue impresionando tu lucha por la vida, tu guerra sin cuartel contra el miserable destino con el que te tocó lidiar, tu espíritu combativo contra la desgracia. Veintinueve años estuviste batallando contra una enfermedad de primer orden, y tres años contra otra, hors categorie, las dos en su máximo grado. Y hasta el último día, en que te desvaneciste en un sueño continuado de diecisiete horas antes de partir hacia la última playa, siempre demostraste una entereza formidable, una positividad gigantesca, una armadura psicológica inquebrantable.

    Alguna vez lo pensé y te lo comenté: ¿cómo era posible que después de tantos años de calamidades sin cuento, de tanta decadencia física, de tanto hundimiento material, de tanta declinación, cómo era posible, repito, que te encontraras cada vez mejor de la mente, del espíritu, de la conciencia, del océano interior? Sí, ya sé que tuviste grandes "profesores" (lo que yo denominaba "las distintas glaciaciones" que habían pasado por tu vida), en especial el gran Mario y la gran Marly, pero por mucho auxilio exterior que recibieras, tú y solo tú fuiste la que te curraste el indestructible caparazón de tortuga (animal que me fascina por su lentitud, tan alejada de la disparatada vida que muchos llevan en la sociedad actual; por su longevidad; y por su pétrea estructura física) con el que recubriste y protegiste tu maltrecho cuerpo. Como los hoplitas griegos, como las falanges romanas, como los cuadros ingleses en Waterloo, tu armazón interior hizo frente siempre con éxito, hasta el último día, a la desgracia infinita.





    En tres versículos del bíblico libro del Apocalipsis (1, 8; 21, 6 y 22, 13) aparece la frase "Yo soy el alfa y la omega", para referirse a Jesucristo y a Dios padre. La expresión es interpretada por muchos creyentes como significado de que Dios existió desde el principio del tiempo y que existirá por siempre. Pues bien, junto a pajarillo y a papá, tú siempre representarás para mí el alfa y la omega, el comienzo y el fin de todo. A veces, con el paso del tiempo y con los cientos de pequeños problemas cotidianos que nos preocupan a cualquiera ("problemas", que no "desastres", como dijo aquel judío superviviente del campo de exterminio de Auschwitz), parece que te desvanecieses entre sueños y bruma, parece que nunca hubiera tenido yo una hermana, parece que te hubieran tragado las arenas de la historia. Pero cuando hacen acto de presencia los grandes obstáculos, las grandes preocupaciones, los grandes contratiempos (o eso a mí me parecen), siempre, y digo siempre, vuelves a surgir, vuelve a aparecer en el firmamento, mirando hacia el este, "mi estrella de la mañana", esa que "se ha entrado en mí como el amor se entra sigilosamente en el corazón, hasta embargarlo de dulzuras". Esa que "se ha fundido conmigo como el alma se funde con el cuerpo desde el primer latido". Y tú, pajarillo, me guías a través de la noche, me alumbras en la oscuridad, haces de luciérnaga a través de las tinieblas, me impulsas a seguir viviendo a pesar de todo.

    ¿Cómo no recordar aquellas inefables charlas en tu habitación, en las que me aconsejabas sobre todo, y recalco lo de "todo"? ¿Cómo olvidar aquella sabiduría oriental (ahora que se acerca, raudo, el kumbhamela en Allahabad), sobrenatural, eterna, que desprendías en cada frase, en cada palabra? ¿Cómo no acordarme de aquella reiteración tuya en que yo no podía ni debía emular solo a don Quijote (el idealismo), sino también a Sancho Panza (el realismo, la practicidad)? ¡Cuántas noches gastaste en orientarme en mi desorientación vital, y qué poco caso te hice hasta hace un cuarto de hora, como quien dice?

    Atravesaste este breve ínterin, que es la vida, recorriendo su parte más oscura y espeluznante. Pasaste por este valle de lágrimas arrastrando miserias y calamidades de todo tipo. Como el bíblico Job, sufriste los más crueles tormentos de la fortuna, y casi nunca te quejaste. Y un buen día, volaste hacia el ocaso, sin ruido, sin lamentos, sin una lágrima. Y sin embargo, emulando la voz en off que despide la mítica película La misión, aunque tú estás muerta y yo sigo vivo, en verdad soy yo quien ha muerto, y tú la que vives. Porque como ocurre siempre, los espíritus de los muertos sobreviven en la memoria de los vivos. Bon voyage.

              













WATERLOO, EL OCASO DEL HOMBRE QUE ARRUINÓ ESPAÑA

EL EMBRUJO DE NAPOLEÓN Sí, he de reconocerlo. Yo también, durante años, sufrí el influjo de la alargada sombra de Napoleón Bonaparte (1769-...