martes, 15 de octubre de 2024

ABDUCIDOS POR EL MÓVIL

     Necesariamente, tengo que comenzar haciendo dos consideraciones previas a la hora de abordar la temática en cuestión. La primera, que debiera aparecer en el frontispicio no solo de este artículo, sino de todos aquellos en los que trate asuntos relacionados con las costumbres y hábitos de la sociedad española actual, es el de la libertad. A ella se refería, sin ir más lejos, Miguel de Cervantes hace 409 años, cuando en la segunda parte de su inolvidable novela ponía en boca del antihéroe don Quijote las siguientes palabras, dirigidas a su fiel escudero:

         "La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre".

    Con esta potente afirmación, resalto, pues, el derecho que cada ciudadano tiene a hacer lo que le venga en gana con su vida, siempre y cuando no traspase la frontera del de los demás. Y aquí se incluye, naturalmente, el uso del teléfono inteligente.

    La segunda observación imprescindible en esta nueva entrada del blog es la ambivalencia que gran parte de la ciencia y la tecnología ofrecen al ser humano. Así, la energía nuclear puede ayudar a curar el cáncer o a destruir Hiroshima y Nagasaki; un camión Renault Midlum puede ser utilizado para repartir productos alimenticios frescos o congelados, pero también, en manos de un yihadista enloquecido, para asesinar a ochenta y cuatro personas en el paseo de los Ingleses, en Niza, el 14 de julio de 2016; o un ordenador puede ayudarnos a confeccionar maravillosamente una tesis doctoral, aunque, usado por un hacker, podría servir también para infectar a 360.000 equipos informáticos, como ocurrió el 12 de mayo de 2017, cuando el ransomware denominado WannaCry fue distribuido en la red por unos ciberdelincuentes, que exigían un rescate en Bitcoin para proporcionar claves de descifrado a los sistema dañados.

   En definitiva, que a la ciencia y a la técnica se las puede dar el uso que nosotros queramos.

   Centrándonos ya en nuestro querido smartphone, las frías cifras son harto elocuentes acerca de su cotidiana realidad entre nosotros. A día de hoy, existen en el mundo unos siete mil millones de aparatos, para una población de unos ocho mil doscientos millones de habitantes; en España, por ejemplo, hay unos cuarenta millones de unidades, para unos cuarenta y nueve millones de personas; y también en nuestro país, un 69.5 % de niños de diez a quince años son usuarios de teléfonos inteligentes.




Obras del ilustrador y animador activista inglés Steve Cutts

    

    Ante este tsunami, ante esta avalancha de tecnología, ¿cómo estamos reaccionando en España (el resto de naciones no las conozco, y tampoco me importan)? Dos aspectos me parecen relevantes a la hora de analizar el fenómeno: el cuánto y el qué.

    Empecemos por el cuánto, es decir, por cuánto tiempo dedicamos al smartphone. Bien. Son las siete y media de la mañana de este octubre otoñal, y uno sale a la calle, aún anochecida, y se topa con personas (de todo tipo de edad) que van alumbrando el camino, cual luciérnagas, mirando compulsivamente el aparatito mientras caminan rápidamente hacia sus centros de trabajo o de estudio. Muchos de esos hombres-luciérnaga acaban minutos después en los vagones del metro de las grandes ciudades. Allí, en esos receptáculos andantes, antaño poblados de periódicos o libros, reina, majestuoso, nuestro entrañable teléfono inteligente. De cada diez personas, ocho asisten impávidas a algo gordo, muy gordo, que se está produciendo en esos instantes, incluso en grupos de amigos. Pocas hablan, y alguna duerme, pero en franca minoría. 

    Llegamos al trabajo, y comienza la jornada laboral, y trabajamos, sí, pero en cuanto suena el famoso pitido, ¡zas!, ya estamos echando un ojo a nuestro querido amigo de fatigas, a ver si ha comenzado la Tercera Guerra Mundial o si el hombre ha llegado a Marte. Durante la jornada, vamos al baño, pero acompañados del famoso instrumento, por si nos perdemos algo que está sucediendo ahí afuera, por si tenemos una llamada urgente o para seguir la trascendental conversación que estamos llevando a cabo. Es escalofriante oír a muchos hombres hablando con sus seres queridos con una mano, y con la otra... salvo que tengas auriculares, claro está. Eso, en la parte de los trabajadores, porque en la de los ciudadanos (empresas públicas) o clientes (empresas privadas), la situación es idéntica. Tan embebecidos se hallan muchos en los grandes misterios que destila el smartphone, que pierden sus turnos a la hora de ser atendidos, y aparecen a los diez minutos justificando su falta de atención en algún bulo poco convincente.

   Hay gente, los viernes y los sábados fundamentalmente, a la que, aunque parezca increíble, la gusta todavía ir al cine. Pocos hacen ya colas en las taquillas, porque casi todo el mundo ha comprado su localidad por Internet. Por eso, cuando queda un minuto para que comience la película, no hay prácticamente nadie en la sala, y la mayor parte entra como un tornado cuando las luces se han apagado, buscando con sus luciérnagas andantes las butacas, y molestando sobremanera a los que, educadamente, llevaban sentados ya varios minutos (¡ay, la educación! ¿dónde quedó?). Pero es que durante el transcurso de la proyección, mucha gente (que ha quitado el sonido a su aparatito) observa en la oscuridad los mensajes, sin duda capitales, que le son enviados a ese antiguo pequeño salón de ocio, ya no tan de ocio.

    En las paradas de los autobuses, en los bancos de los parques, en las salas de espera de los centros de salud de atención primaria, en las terrazas de los bares, en las salidas para acompañar a los perros a dar una vuelta..., la gente ya no mira la calle, no observa la vida que se desarrolla a su alrededor, tan solo se halla pendiente de las impactantes y espeluznantes noticias que le llegan a través del minúsculo celular. Hace ya muchos años, cuando aún no se había generalizado el uso del móvil en España, escuché una tertulia nocturna de radio en la que el director de un programa preguntaba a un contertulio si a lo largo del día miraba mucho su smartphone. Recuerdo que aquel respondió que sí, y cuando se le volvió a inquirir cuántas veces llevaba a cabo la acción, afirmó, un poco avergonzado, que unas doscientas. No quiero pensar el resultado si hoy se le volviera a llevar a cabo la interpelación.

    Y después del cuánto, debemos entrar en el qué, esto es, en el qué miramos, en el qué invertimos nuestra atención a lo largo de tanto tiempo durante nuestra valiosa y corta vida. Y llegados a este extremo, la cosa empeora aún más. Porque el teléfono inteligente, bien mirado, tiene muchas funcionalidades, y, sin embargo, los españoles de este siglo XXI nos hemos empeñado en utilizar fundamentalmente una, las redes sociales, llámese Facebook, Instagram, X (antigua Twitter), Tik Tok, WhatsApp, Telegram o un largo etcétera.

    A mí, en principio, la idea de las redes sociales me parece genial, vamos, que a personas como Mark Zuckerberg, Kevin Systrom, Mike Krieger, Jack Dorsey, Yiming Zhang, Brian Acton, Jan Koum o Pavel Durov, las considero unos visionarios y artífices de la interconexión personal y planetaria, algo inimaginable hace tan solo veintidós años. Ahora bien, lo que me parece deprimente es el uso que se está llevando a cabo de esta preciosa tecnología. Porque, seamos sinceros, ¿qué estamos consumiendo, mayoritariamente, en estas redes sociales? Lo primero, fotos, miles de imágenes, que son captadas por otros, única y exclusivamente para ser subidas a las redes: selfies, poses extravagantes, momentos de un concierto de música, instantes de un partido de fútbol... Lo segundo, vídeos, millones de vídeos: la caída de la tía Gertrudis en aquella boda, el mordisco que le pegó el can a aquel pobre transeúnte, el descenso salvaje del pequeño Saúl por aquel tobogán de agua en Aquópolis, los cuernos que aquel chaval ponía a su amigo en la cabeza mientras otro le echaba una foto... Y tercero, frases, trillones de frases, pero no conversaciones. Frases sueltas, de una línea o media, sin puntos ni comas, con una ortografía extraña, con muchos emoticonos, con muchos besos, aplausos, dedos para arriba y para abajo, muchos corazones, infinitas risas estruendosas, innumerables brazos forzudos... Un lenguaje primitivo, arcaico, anterior a Atapuerca... ¿En qué nos estamos convirtiendo? Está claro que cada uno puede hacer con su vida lo que le venga en gana, pero...

    No pretendo ser ni un predicador ni un activista woke, pero creo, honestamente, que nos estamos pasando, y mucho. La ciencia y la tecnología surgieron en este diminuto planeta, situado en un oscuro rincón de nuestra galaxia, para hacernos la vida mejor y más cómoda. Vinieron a servirnos, no a que nosotros las sirviéramos. Vinieron a recordarnos las penalidades que sufrieron los constructores de las pirámides de Egipto; las zozobras de los navegantes que llegaron a América hace justo 532 años; las tristes condiciones de vida de millones de personas a lo largo de la historia, que no tuvieron la suerte de disfrutar de la luz eléctrica, del avión, del tren, del coche, de la radio, de la televisión, del smartphone... Y he aquí, que nosotros, privilegiados seres, que lo tenemos todo, porque hemos contado con la inmensa fortuna de aparecer en este nuevo alba de la civilización del siglo XXI, nos obstinamos en empobrecer nuestras existencias a costa de infrautilizar o utilizar rematadamente mal un extraordinario aparatito, de infinitas posibilidades, que ya hubiesen deseado nuestras diez mil generaciones pasadas.

    Pero como ocurre siempre, la vida es un orden de prioridades, en la que cada individuo establece las suyas. Y se ve que hoy en día, una gran parte de la población española ha decidido dejarse abducir por el maravilloso instrumento tecnológico, sin extraer sus amplias e incalculables funcionalidades. Expresado en la lengua de nuestros vecinos del norte: ¡quel dommage!

    

    

    











1 comentario:

  1. La tecnología tiene un fin óptimo, cuando se planifica al servicio de las personas. Parece que lo que no está en las redes sociales no existe, transmitiéndose una vida de postureo vacío sin valores de una sociedad. La inteligencia artificial viene para quedarse con la parte adversa de expulsar mano de obra.

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