LA HIPOCRESÍA, ESE CLÁSICO TAN HUMANO
El 5 de febrero de 1669 se estrenaba de forma definitiva (cinco años antes se había hecho una versión reducida, de solo tres actos, pero había sido inmediatamente prohibida por el rey Luis XIV) la inmortal Tartufo, comedia escrita por el francés Jean-Baptiste Poquelin, conocido mundialmente con el seudónimo de Molière. Para este dramaturgo, actor y poeta francés, considerado como uno de los mejores literatos de la historia, la intención de la obra era "la crítica de los falsos devotos, de los hipócritas que se presentan bajo la apariencia de personas con fuertes valores cristianos y que esconden otros intereses".
Aunque el tema de la hipocresía (término que, según la RAE, alude al "fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan) ha sido tratado por infinidad de autores a lo largo del tiempo, es, quizá, la pieza del gran Molière la más representativa de este muy humano defecto. Y si el personaje de Tartufo se ha convertido en un clásico (como don Quijote o Macbeth) ha sido porque el comportamiento que desprende es universal e intemporal. Vamos, que trescientos cincuenta y seis años después de su definitivo estreno, el mensaje central de la obra se halla pero que muy de moda. Veamoslo.
ENTRE MORO, CAMPANELLA Y ROUSSEAU
A mitad de la pasada década, se instaló en nuestra piel de toro una nueva raza de hombres y mujeres, cuyo proyecto ideológico había germinado en cierto país de allende los mares, de cuyo nombre no quiero acordarme. Estos nuevos Mesías laicos emergieron con el objetivo último de crear un nuevo paraíso en la tierra (en este caso, en la nuestra), a mitad de camino entre la Utopía de Tomás Moro y la Ciudad del Sol de Tomás Campanella. Efectivamente, se trataba de barrer las viejas tradiciones, los viejos valores, la vieja sociedad burguesa apolillada, por otra en la que reinara la verdadera justicia, la verdadera igualdad y la verdadera fraternidad.
Dentro de estos excelsos valores de nuestros nuevos Adanes y Evas, cuales buenos salvajes de Jean-Jacques Rousseau, ellos dieron siempre prioridad a la lucha de clases (los de abajo contra los de arriba), la lucha por la vivienda (los inquilinos contra los propietarios), la lucha de opciones sexuales (los homosexuales contra los heterosexuales), la lucha religiosa (los laicos contra los católicos), la lucha medioambiental (los ecologistas y conservacionistas contra los ciudadanos que poseían coche, un elemento claramente burgués y contaminante) y, sobre todo, la lucha entre la mujer y el hombre.
ANTES DE ELLOS, NO EXISTÍA EL FEMINISMO
Según nuestros y nuestras lumbreras de turno, Emilia Pardo Bazán, Clara Campoamor, Federica Montseny, Lidia Falcón y Cristina Almeida poco o nada aportaron al feminismo clásico, es decir, al movimiento político y social que busca la igualdad de oportunidades entre los sexos y la eliminación de la discriminación o violencia contra las mujeres. Tan solo la llegada de estos supermen y superwomen dio lugar al inicio de la liberación real y efectiva del sexo femenino.
LA GUERRA DE LOS SEXOS
Dentro de su planteamiento general feminista, que creo, honradamente, la inmensa mayoría de los ciudadanos de este país podríamos suscribir, destacó desde un principio el sangrante tema de la violencia contra la mujer, que estos intrépidos Robinsones y Robinsonas del siglo XXI utilizaron para azuzar la guerra entre los sexos. Una guerra, claro, en la que el heteropatriarcado lo explicaba todo; una batalla, en la que cualquier denuncia realizada por una mujer contra un hombre se consideraba verdadera y probada, sin necesidad de esperar a una sentencia judicial; una lucha, en la que se llegaron a crear juzgados especializados en violencia de género, como si los Juzgados de Primera Instancia e Instrucción de toda la vida no supieran gestionar estos temas; una fricción, en la que se creó una ley que sentenciaba a los hombres con una pena el doble de alta que a las mujeres por los mismos delitos.
¡La de admoniciones que nos lanzaron los nuevos clérigos y las nuevas clérigas contra todos aquellos que no comulgábamos con sus ruedas de molino! ¡La de diatribas que arrojaron los nuevos Adanes y Evas frente a la sociedad burguesa, masculinizada, corrupta y pecadora! ¡La de advertencias que llevaron a cabo nuestros buenos y buenas salvajes sobre lo machista, libidinosa y excitada sociedad española! ¡La cantidad de barbaridades que se enunciaron a cuenta de los delitos sexuales!: lo mismo era un piquito durante una celebración navideña que una violación grupal en los Sanfermines pamplonicas; lo mismo era un piropo que una bofetada en la cara; lo mismo era un baboso impertinente que un depredador sexual; lo mismo era intentar ligar con una chica en una discoteca que raptar a una mujer para realizar una película snuff; lo mismo era mirar a una mujer en un autobús admirando su belleza que ser un tratante de carne humana.
Para la nueva raza de hombres y mujeres, todo era machismo, todo era heteropatriarcado. Solo ellos y ellas eran los puros y las puras, los buenos y las buenas, los castos y las castas, los limpios y las limpias de corazón, los elegidos y las elegidas por el destino para desinfectar nuestra sociedad putrefacta, manchada de injusticia y opresión hacia la mujer.
... Y APARECIÓ LA GOTA MALAYA
Pero un buen día, en una suerte de justicia divina, surgió la gota malaya. Primero, allá a finales de la segunda década de nuestro siglo aparecía el primer caso de denuncias contra un miembro de la súper raza por acoso sexual en unos lavabos públicos. El pájaro en cuestión fue apartado, sí, de su cargo, por este miniescándalo, aunque no por algunos tuits en un blog, en los que expresaba sus deseos de torturar, matar o pedir la guillotina para rivales políticos.
Más cercano en el tiempo, emergió la figura de uno de los machos alfa de la nueva casta laica, que se sinceraba sobre su feminismo militante en un chat grupal, al declarar que "azotaría hasta que sangrase" a una conocida periodista.
Pasaron los años, y nuevamente otro puntal del grupo comprometido con la liberación de la mujer aparecía denunciado por varias féminas, que le atribuían diversos comportamientos de violencia machista y acoso sexual.
Finalmente, aunque barrunto que no será el último caso, surgió hace poco otro escándalo que envuelve a la tercera pata del grupo que vino a regenerar la enfermiza sociedad española, y que se concretó en otras denuncias de varias mujeres por conductas inapropiadas y agresiones sexuales llevadas a cabo por el alto sacerdote laico.
Paralelamente a estos lamentables hechos, se agranda la sospecha de que en buena parte de ellos, la jerarquía sacerdotal, laica por supuesto, dominada desde hace tiempo por mujeres, miró para otra parte, asumiendo que estos episodios sufridos por otras mujeres había que considerarlos como "pelillos a la mar".
FALSARIOS DE PELÍCULA
¿Qué moraleja podemos y debemos sacar de este desgraciado asunto? Algunos ingenuos afirmarán que la carne es débil, que estas cosas han pasado siempre o, incluso, que, en realidad, otros, pertenecientes a otros colores, habrán hecho barbaridades más grandes. Yo, sin embargo, incido sobre la hipocresía y la doble moral. Desde que aparecieron en escena, estos farsantes y estas farsantes de opereta nos señalaron a los hombres como unos depredadores sexuales dentro de un mundo en el que se había instalado una guerra de sexos. Los nuevos y las nuevas Robespierre de pacotilla emergieron, según ellos, para traer la justicia a un mundo en el que el hombre siempre era el león y la mujer, el cervatillo. Ellos y solos ellos, ellas y solo ellas establecieron las conductas que debían respetarse entre hombres y mujeres. A tanto llegó su arrogancia, petulancia y prepotencia ideológica, que una alta sacerdotisa del conglomerado se rasgó las vestiduras por que, en una reciente encuesta sobre costumbres sexuales, las chicas jóvenes españolas prefirieran la penetración a la masturbación. ¿Cómo era posible que se necesitara a un hombre para algo? Intolerable.
Hoy, que en el escenario del teatro del mundo algunos y algunas han quedado desnudos en cuanto a su verdadero rostro y alma; hoy, que ya sabemos que los supermen y superwomen destinados a la gloria hacían exactamente lo contrario de lo que proclamaban; hoy, que ha caído el telón sobre la credibilidad de estos aprendices de brujos; hoy, a estos nuevos Tartufos del siglo XXI les deberíamos, entre todos y todas, dedicar las inmortales palabras que Jesucristo lanzó a otros hipócritas hace dos mil años, contenidas en el Evangelio de san Juan, capítulo 23, versículo 27:
"¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia".
Y siguiendo al mismo evangelista, yo remataría esta desgraciada historia recitando otra dos gloriosas afirmaciones, insertas esta vez en el capítulo 11 del mismo sagrado libro, para resumir el post de este día de finales de invierno:
"El que tenga oídos, que oiga" y "Quien pueda entender esto, que lo entienda".
Buongiorno Juanko, buen ensayo, difiero contigo en la figura de Cristina Almeida, que siempre me ha parecido una impresentable y cuyas formas no me han permitido prestar atención al fondo.
ResponderEliminarEstoy esperando con avidez el día que elijas para tu prosa el Trumpismo...tengo mis propias hipótesis, pero he de confesarte que me tiene algo desconcertado.
Abrazo!
Muchas gracias por tu comentario, amigo. Abrazos.
EliminarMáscara es persona, persona es máscara. Ya desde el teatro griego, el disimulo compone el viejo teatro del mundo. Lo habitual en la sociedad actual es un sentido de la medida diferente hacia el exterior, condenando al prójimo, y una medida muy delicada, ofendida y exculpatoria, cuando le afecta a cada cual. Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.
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