EL EMBRUJO DE NAPOLEÓN
Sí, he de reconocerlo. Yo también, durante años, sufrí el influjo de la alargada sombra de Napoleón Bonaparte (1769-1821), aquel corso que llegó a dominar media Europa. Sin ir más lejos, cuando visité por primera vez París, en mayo de 1991, uno de los hitos del periplo fue la tumba del militar y político francés, sita en el complejo arquitectónico de los Inválidos, actualmente sede del Museo del Ejército del país del Hexágono. Igualmente, en aquel mismo viaje adquirí un pequeño busto de Le Petit Caporal (el Pequeño cabo), uno de los apodos con que se le conocía en la época, figura que aún conservo en una vitrina de mi casa.
Pero, por supuesto, mi admiración por Napoleón no se quedaba en estos anecdóticos hechos descritos, sino que tenía que ver con algunos de los hechos históricos relacionados con su vida como militar y político. Sobre su primera faceta, ha sido siempre considerado como uno de los mejores estrategas de la historia, al nivel de Alejandro Magno y Julio César. Su habilitad e innovación en el arte de la guerra le llevó a vencer en sesenta batallas y a perder en tan solo siete.
Sin embargo, el embrujo que me cautivó de él durante años (al igual que a millones de personas) se centró fundamentalmente en sus acciones políticas, primero como cónsul, luego como cónsul vitalicio y, sobre todo, como emperador. Y es que, como hijo adelantado de la Revolución francesa, introdujo todas un serie de reformas liberales, que pretendían consolidar la herencia revolucionaria: la creación del código civil en 1804, que establecía la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley; la eliminación de numerosos privilegios feudales; la libertad religiosa en Francia y la tolerancia religiosa en los territorios ocupados; el fomento de la educación pública y laica, estableciendo la universidad como una institución estatal; la reorganización de la administración estatal, etc, etc, etc.
¿Quién, en su sano juicio, no iba a ser un entusiasta seguidor de este hombre, de baja estatura, pero de grandes ideales?
LA FACETA OSCURA DEL JACOBINO
No obstante, ese mismo Napoleón poseía una Cara B, que durante mucho tiempo no se contó, no se contó debidamente o no se quiso tener en cuenta sin más. En mi caso particular, solo el tiempo, el estudio, las lecturas, el conocimiento en suma, me fueron sacando lentamente del empíreo de la leyenda rosa del gran general.
EL GOLPE DE ESTADO
Para empezar, Napoleón llegó al poder mediante un golpe de Estado, aunque incruento, el 9 de noviembre de 1799, conocido como el 18 de brumario, que acabó con el Directorio gobernante, marcando el inicio del Consulado, que muchos historiadores consideran el final de la Revolución francesa, comenzada diez años antes, del que fue nombrado primer cónsul.
Comenzaba, así pues, una dictadura civil, que se consolidó en 1802, cuando fue nombrado cónsul vitalicio del nuevo gobierno, cargo que le otorgaba el poder absoluto sobre Francia, y sobre todo, en 1804, cuando fue entronizado como emperador de los franceses. De esta manera, todos los logros socioeconómicos que se le atribuyen son llevados a cabo mediante el despotismo ilustrado: "todo por el pueblo, pero sin el pueblo".
UN FANTASMA RECORRE EUROPA
En segundo lugar, aunque es rigurosamente cierto que Francia no comenzó la mayoría de las denominadas guerras napoleónicas, que enfrentaron a la nación del Hexágono contra una serie fluctuante de coaliciones europeas, y que asolaron el Continente entre 1803 y 1815, la realidad es que Napoleón Bonaparte se halló en el centro de esta vorágine de horror, que causó entre cinco y siete millones de muertos.
APROVECHANDO QUE MARCHABA HACIA LISBOA...
En tercer término, la ambición desmedida del Pequeño cabo hizo que, habiendo conseguido el control de buena parte de Europa occidental y central hacia el verano de 1807, se aventurase a conquistar también Portugal al año siguiente, al no respetar esta el bloqueo continental que Francia había decretado contra Inglaterra. Y entonces, en ese instante supremo, es cuando aparecemos nosotros, los españoles, en liza, que ya habíamos sufrido la destrucción de nuestra gran armada, coaligada con la francesa, tres años antes en la batalla de Trafalgar.
POLÍTICOS ESPAÑOLES DESPRECIABLES
Y digo que aparecemos en el mapa político de la época, no porque nosotros quisiéramos, sino porque el déspota francés, aprovechando el paso que nuestros gobernantes del momento (el rey Carlos IV y su primer ministro, Manuel Godoy) le habían brindado en su avance hacia Portugal, y las intrigas palaciegas, que enfrentaron al rey español con su hijo, Fernando VII, beneficiándose de estas peculiares circunstancias repito, Napoleón decidió añadir a sus ya vastas conquistas también la de España.
ALGUNOS MADRILEÑOS SE REBELAN
El levantamiento popular en Madrid el 2 de mayo de 1808, llevado a cabo tan solo por un puñado de patriotas de extracción humilde y unos pocos militares de rango medio, y que costó la vida a 409 de ellos, encendió la mecha que prendió en todo el territorio nacional contra el invasor francés.
ESPAÑA, ASOLADA Y HUMILLADA
La Guerra de la Independencia que siguió a esta heroica sublevación duró seis largos años, y vino a ser el compendio de todos los horrores imaginables, y que tan sabiamente supo captar el pintor Francisco de Goya en su serie de ochenta y dos grabados Los desastres de la guerra. La cifra de muertos en el conflicto se estima en 500.000, de los que 300.000 fueron españoles, esto es, el 3 % de la población de nuestro país (en términos actuales, con nuestra población de 2025, equivaldría a 1.470.000 muertos, que se dice pronto). A los fallecidos por acciones derivadas directamente de la guerra hay que sumar las víctimas a causa de epidemias de tifus, cólera o disentería, así como por la escasez de alimentos como consecuencia de las requisas militares.
Luego está la destrucción material que se extendió por todo el país: campos devastados, que llevaron a problemas de abastecimiento y hambrunas; carreteras dañadas; puentes y canales destruidos; y, sobre todo, ciudades bombardeadas, entre las que destacaron con luz propia Zaragoza, en cuyo terrible asedio (1808-1809) murieron 52.000 españoles, y Gerona, que tras siete meses de cerco vio sucumbir a más de 5.000 de nuestros compatriotas. Como tercer botón de muestra, que no último, diremos que Madrid sufrió gravísimos daños durante los años de la ocupación napoléonica (1808-1813), quedando el palacio y los jardines del Buen Retiro casi totalmente destruidos, cientos de edificios dañados y multitud de calles demolidas.
Por último, nos encontramos con el expolio artístico. Los acólitos del emperador de los franceses, durante la ocupación, saquearon y destruyeron iglesias, monasterios, archivos y edificios históricos, robando obras de arte y documentos valiosos, que se llevaron a su país.
En conjunto, la pérdida de vidas humanas, el desplazamiento de poblaciones enteras y la destrucción material que provocó la aventura española de Napoleón Bonaparte tuvo consecuencias devastadoras en nuestra economía y sociedad, lastrando el desarrollo del país durante décadas.
EL MISMO ERROR 129 AÑOS ANTES
La faceta oscura del déspota ilustrado francés se acabó de ver cuatro años después de la invasión de la península ibérica, cuando en junio de 1812 decidió asaltar el Imperio ruso, que había tenido la osadía de comerciar con Inglaterra, descabalando el bloqueo continental al que tenía sometido Napoleón a las islas británicas. Al igual que pasaría 129 años después con Adolf Hitler, a Napoléon no le bastaba controlar la mayor parte de Europa occidental y central, y quiso anexionarse la inmensa Rusia. La jugada le salió fatal. Su Grande Armée, compuesta por 600.000 soldados, penetró hasta Moscú, pero la táctica de tierra quemada ordenada por el zar Alejandro I, la llegada del general invierno y la resistencia del ejército ruso obligaron a la retirada de las tropas napoleónicas, que cuando regresaron a Francia contaban apenas con 50.000 efectivos.
LA PRIMERA ABDICACIÓN
Las estrepitosas derrotas en las campañas de España y Rusia hicieron sucumbir el poder del Pequeño cabo, y tras la invasión de Francia por parte de una coalición europea, encabezada por Inglaterra y Rusia, Napoléon Bonaparte se vio obligado a abdicar el 11 de abril de 1814, y a exiliarse a la isla mediterránea de Elba. Sin embargo, once meses después, aprovechando el malestar político provocado por la Restauración borbónica de Luis XVIII, el militar y político corso desembarcó en el sur de Francia, reclutó un ejército de simpatizantes y se hizo nuevamente con el poder, iniciando su segundo reinado, conocido como los Cien Días. Ante ese nuevo resurgir del déspota ilustrado, otra coalición europea, formada por ingleses, holandeses y prusianos, se formó enseguida para hacerle frente.
LA LEGENDARIA BATALLA
Este pasado 18 de junio se cumplieron 210 años del espectacular choque entre los dos ejércitos en las proximidades de Waterloo, una localidad belga a veinte kilómetros al sur de Bruselas. Desde que tengo uso de razón me ha apasionado esta batalla decisiva en la historia de Europa. Los 200.000 soldados que participaron en la misma; las 50.000 vidas que sucumbieron en aquel enfrentamiento; el triunfo inicial de Napoleón frente a ingleses y holandeses; la victoria que el corso tuvo en la mano; la llegada in extremis del ejército prusiano; y la derrota final y total del emperador francés; todo ello ha formado parte de mis pasiones más encendidas desde que era niño.
Creo que la razón esencial de ese interés máximo por aquella jornada histórica se basó siempre en que durante aproximadamente doce horas el destino de Europa estuvo en vilo y, sobre todo, en que la batalla representó el ocaso de un personaje multifacético y complejo, que durante años representó para mí la luz, pero que desde hace mucho tiempo simboliza la destrucción caprichosa de mi país y el consecuente retraso histórico que para España supuso su vergonzosa invasión.
ARREPENTIMIENTO TARDÍO
Cuatro días después de la batalla, el general otrora victorioso tuvo que abdicar por segunda vez, esta de manera definitiva, y fue obligado a exiliarse a la isla de Santa Elena, ubicada en el Atlántico sur, a 1800 kilómetros de distancia de la costa occidental de Angola. Allí, en aquel minúsculo y remoto lugar de África, Napoléon Bonaparte vivió sus últimos años, hasta su muerte, el 5 de mayo de 1821. Tenía cincuenta y un años. Cuentan que en sus Memorias, escritas durante su cautiverio, afirmó que el más grande error de su vida militar fue la invasión de España. Como diría el refranero castellano: "A buenas horas, mangas verdes".
PD: ESTE BLOG CONTINUARÁ A MEDIADOS DE SEPTIEMBRE (si el demonio o Dios lo permiten)
Buen verano a todos