miércoles, 11 de diciembre de 2024

26D. EL DÍA DE LOS TRES TSUNAMIS

 Tsunami 1: Jerusalén

    Corría el año 34 de nuestra era, y hacía poco más o menos 365 días que Jesús de Nazaret había muerto, crucificado en el monte Gólgota de Jerusalén. En la capital de Judea aún gobernaba el prefecto Poncio Pilato, que lo haría aún dos años más. Pero también allí, entonces, vivía una primitiva comunidad cristiana, organizada en torno a los doce apóstoles, que agrupaba a judíos hebraicos y a judíos helénicos. Las quejas de estos últimos sobre el trato discriminatorio que las viudas de su colectivo sufrían en la distribución de los fondos de la comunidad en beneficio de las viudas hebraicas provocó la elección de siete diáconos, que a partir de entonces se encargarían de llevar a cabo el reparto de comida y caridad entre los miembros de la colectividad. 

  De entre ellos, sobresale rápidamente Esteban, de origen griego o judío educado en la cultura helenística. Su fuerte carisma hizo que fuese muy apreciado en la congregación de Jerusalén, pero también que suscitase envidias. Y a raíz de un debate teológico con algunos judíos procedentes de fuera de la capital, desarrollado en una sinagoga, y en el que la oratoria de Esteban no podía ser rebatida por sus oponentes, nuestro diácono fue acusado, falsamente, de blasfemar contra Moisés y contra Dios. Por este delito, fue llevado ante el sanedrín, asamblea de sabios, formada por setenta hombres prominentes y por el sumo sacerdote de Israel, que se reunía en el Templo de la capital. Allí, para defenderse de la denuncia, pronunció un impactante discurso, en el que hizo un repaso a la historia de Israel, defendió las actuaciones de Jesús de Nazaret y arremetió duramente contra los miembros del sanedrín por perseguir a los profetas en el pasado y por colaborar en la muerte del Hijo de Dios.

    Las críticas vertidas en su intervención condujeron al sanedrín a condenarlo, por blasfemia, a la pena de muerte mediante lapidación. La tradición nos habla de que la ejecución de Esteban tuvo lugar extramuros de la capital, cerca de la Puerta de Damasco, y de que los testigos del juicio, que tenían el deber de lanzar las primeras piedras, dejaron sus abrigos a los pies de un muchacho llamado Saulo, que también aprobó vehementemente aquella ejecución, y que con el paso del tiempo sería conocido como el apóstol Pablo.

    Esteban es considerado el protomártir, es decir, el primer mártir que derramó su sangre por proclamar su fe en Jesucristo. Por ello, su onomástica se celebra en un día tan especial como es el siguiente al nacimiento de éste.

Martirio de san Esteban, Juan de Juanes. Museo del Prado (Madrid)

Tsunami 2: Banda Aceh

    Pasaron 1970 años desde la ejecución de Esteban, y volvía a amanecer un nuevo 26 de diciembre, esta vez en el sudeste asiático. Eran exactamente las 7:58:53, hora local, cuando a 160 kilómetros de la costa norte de la isla de Sumatra (Indonesia), cerca de la isla de Simeulue, y a una profundidad de treinta kilómetros por debajo del océano Índico, se produjo un terremoto, de grado 9,1 en la escala de magnitud de momento, que se convirtió en el tercer mayor jamás registrado, tan solo superado por el de Valdivia, en Chile (1960), de magnitud 9,5, y por el del Viernes Santo, en Alaska (1964), que alcanzó una magnitud de 9,2.

    La causa del suceso fue el deslizamiento de 1600 kilómetros de superficie de falla unos quince metros a lo largo de la zona de fricción entre las placas tectónicas de la India y de Birmania, que liberó una energía equivalente a 1500 bombas atómicas de Hiroshima.

    Aunque en las aguas profundas del océano, las olas viajaron a una velocidad de entre 500 y 1000 kilómetros por hora, alcanzando una altura máxima de sesenta centímetros, sin embargo, en las aguas cercanas a la costa, las ondas marinas se alzaron hasta la increíble altura de treinta metros.

    El tsunami tardó entre quince minutos y siete horas en llegar al litoral de los diferentes países afectados, y aunque sus efectos se dejaron sentir incluso en zonas tan alejadas del epicentro como Somalia, Sudáfrica, Canadá o la Antártida, su viaje mortífero se cebó especialmente en India, Tailandia, Sri Lanka, islas Nicobar y, sobre todo, Indonesia. Las imágenes que recuerdo de aquel colosal desastre, emitidas por las diversas cadenas de televisión, me llevan a la zona cero del impacto de la gran ola, es decir, a la comunidad humana más cercana al núcleo del maremoto. Su nombre se me quedó grabado en la memoria como símbolo de la insignificancia del hombre ante las todopoderosas fuerzas de la naturaleza. Se trata de la ciudad de Banda Aceh, fundada en 1205, y que ese terrible domingo de hace dos décadas perdió al 23 % de su población.

    En 2014, cuando se cumplían diez años de la gran calamidad, grabé y vi un montón de documentales que las diferentes televisiones emitieron para conmemorar el magno evento. Recuerdo aquella playa sin agua, en la que el mar retrocedía en aparente falta de lógica; la inmensa ola que segundos después avanzaba veloz e imparable hacia los indefensos habitantes; su choque brutal, ya en tierra, contra árboles, edificios, vehículos, comercios, seres humanos; los inmensos canales de agua en el interior de las poblaciones; el lodo; el barro; la muerte...

    El pasado 29 de octubre, una gota fría arrasó la Comunidad Valenciana, y afectó también de forma importante a Castilla la Mancha y Andalucía. A día de hoy, el número de víctimas mortales provocadas por aquel diluvio se sitúa en 222, una cantidad que a todos nos deja boquiabiertos y sin palabras, y que hemos sufrido y llorado desde aquel martes maldito. Por ello, porque somos una nación sentida y solidaria, que hemos recibido hace poco el impacto brutal de la madre naturaleza, por ello, repito, espero que el próximo 26 de diciembre, tengamos, al menos, un pequeño recuerdo para las 227.898 personas que, según el Servicio Geológico de Estados Unidos, perecieron durante aquella mañana terrible de hace veinte años.

Banda Aceh, 26 de diciembre de 2004

Tsunami 3: Madrid

   Transcurrieron dieciséis años desde el trágico terremoto de Sumatra-Andamán. Era sábado aquel 26 de diciembre, y la noche había caído ya hacía rato sobre la capital de España. El reloj de tu habitación marcaba las 20:19, ¿te acuerdas, mamá? En esos sesenta segundos finales de tu vida en este puto planeta, todos los episodios de la misma, importantes y menos importantes, pasaron fugazmente por tu cerebro. Después, cuando ese postrero minuto finalizó, partiste hacia el ocaso, hacia el mar de la tranquilidad, hacia la eternidad.

    Fueron siete meses, iniciados aquel desgraciado 21 de mayo, caracterizados por el espanto, la zozobra y la desesperanza. Cuando el país iniciaba lentamente la normalización tras la irrupción del maldito COVID-19; cuando empezábamos nuestros pequeños paseos por la vía pública desde el 2 de mayo; cuando la luz comenzaba a iluminar una tierra devastada por la enfermedad; cuando todo eso acontecía, nuestro querido buque, formado tan solo por tres tripulantes, iniciaba una travesía por el inframundo, un viaje nocturno que los egipcios de hace cinco mil años creían realizar después de morir el cuerpo. Y tal y como se narra en el Libro de los Muertos de la gran civilización del río Nilo, nuestra navegación estuvo solo y exclusivamente llena de peligros desde el primero y hasta el último día. En aquella pequeña embarcación sufrimos la enfermedad corporal y mental, los aullidos de las olas, la oscuridad absoluta, el olor insoportable a putrefacción, los vaivenes insufribles de Fortuna, los caprichos de los dioses del más allá y los inciertos designios de las fuerzas de la naturaleza.

    Durante aquel no-tiempo, durante aquel agujero negro de la vida, durante aquel suplicio, nunca vi la luz, nunca la salida, nunca la esperanza. El final, que yo pronosticaba para mis adentros a lo largo de la siguiente primavera, se abalanzó irremediablemente sobre aquel anochecer de aquel último sábado de diciembre. Y al comenzar el nuevo día, nos encontramos papá y yo tumbados sobre aquella playa solitaria, en donde solo se veían los restos del naufragio de la noche anterior, solo se percibía el ulular del viento, solo el sonido de las olas. Tu vida, tu cuerpo había desaparecido para siempre, y tan solo nos quedaba tu recuerdo.

    Fuiste, mamá, lo mejor que me pasó en la vida, y al paso que vamos, lo mejor que me haya acontecido nunca y, sin embargo, no estuve a la altura de tu amor, de tu humanidad, de tu cariño, de tu bondad. Durante setenta y nueve años demostraste que aún existe esperanza en el mundo en las buenas personas, en los seres sencillos, en la gente de verdad solidaria, en las mujeres humildes, en los hombres curiosos, en los individuos con capacidad de sorpresa, en los seres humanos que todavía agradecen a sus semejantes los pequeños favores que estos les hacen diariamente...

    Y todo este elenco de virtudes antiguas y claramente en desuso hoy día, lo desarrollaste a lo largo de toda una vida plagada de desgracias sin cuento, que tuvo su corolario en la increíble historia de Mari. Y esa es quizá la parte que más me jode, la de verte sufrir soterradamente durante casi tres décadas el azote de dos enfermedades hors categorie encerradas en una criatura angelical, y que pasado aquel calvario cuasieterno, tuvieras tan poco tiempo para disfrutar de la vida.

    Te lo dije el pasado 26 de mayo, cuando te llevé de vuelta simbólicamente a tu pueblo eterno, pero te lo repito de nuevo hoy: en la vida, hay personas que lo pasan bien, otras que lo pasan regular y luego están los que viven toda su puñetera existencia debajo del puente, en los márgenes de la realidad cotidiana, en las vías de servicio de la vida. Tú, sin duda alguna, perteneciste a este último grupo. Y como te comenté entonces, me enorgullezco de haber tenido una madre que viviendo tanto tiempo debajo del maldito puente transpirara por todos los poros de su piel amor, cariño y bondad a raudales. Siento de verdad, mamá, no haberte correspondido lo suficiente. Ese es un dolor que llevaré impreso en mi corazón hasta el último día de mi vida.

Mi madre


    Tres tsunamis, tres terremotos, tres desastres acaecieron un 26 de diciembre. Cada uno de ellos supuso una pérdida, un desgarro, un hundimiento en quienes lo padecieron, pero también un cambio profundo, una metanoia, una catarsis en muchos de los que sobrevivieron a los acontecimientos. Esa es una de la grandes paradojas de la vida. En mi caso particular, después de cuatro años de aquel samedi noire, creo honestamente, mamá, que tu descenso hacia la oscuridad provocó mi ascenso hacia la luz. Fue, sin duda, tu último acto de amor.

    













martes, 26 de noviembre de 2024

A FAVOR DE HALLOWEEN Y DEL SINCRETISMO FESTIVO

     UNA CANSINA RIVALIDAD

    Todos los años, por estas fechas (noviembre, diciembre), emerge un ruido de fondo, una música lejana emitida por ciertos heraldos de la pureza cultural, que nos recuerda cierto combate ancestral entre las fuerzas de la tradición y las fuerzas del progreso. Estas hablillas de viejas, propias de un mundo antiguo, inmutable e incontaminado, hacen las delicias de parte de la población más proclive a esta forma de entender el mundo, pero demuestran, bajo mi humilde punto de vista, una visión simplista de la realidad que nos circunda, una amputación de la riqueza cultural que nos rodea. Si alguien, a estas alturas, no me sigue, le diré que estoy hablando sobre la vieja y desgraciada dicotomía entre conceptos como Día de Todos los Santos/Halloween; belén/árbol de Navidad; Reyes Magos/Papá Noel; Semana Santa/Carnaval/; Exaltación de la Santa Cruz/Reinas de mayo; Día de San Juan/Hogueras de San Juan; o, yendo un poco más allá, Semana Santa-Navidad/Janucá/RamadánHe de reconocer que hace tiempo, mucho tiempo, yo también fui preso de esta aparente lucha final entre los hijos de la luz y los hijos de la oscuridad, pero desde hace ya muchísimos años lo único que me produce este combate apocalíptico en el interior de un vaso de agua es hastío y aburrimiento.


UN CURIOSO ORIGEN

    Sin ir más lejos, ¡la de barbaridades que se habrán dicho en los últimos años sobre la fiesta de Halloween!: paganismo; intento de suplantar la festividad del Día de Todos los Santos; sentido comercial; gastos superfluos; mala influencia del Imperio americano; satanismo... Sin embargo, como dijo el gran Antonio Machado, "la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero". Y así, fue la Festividad de Todos los Santos, solemnidad cristiana que tiene su origen en el siglo IV de nuestra era (cuando se empezó a celebrar la conmemoración de los mártires, común a varias iglesias, como la que se celebraba el domingo posterior a Pentecostés en Antioquía), la que fue utilizada para cristianizar por dos veces una realidad pagana precedente: la primera, en el año 609 d. C., cuando el Pantheon de Agripa, en Roma, dedicado hasta entonces a "todos los dioses", fue convertido por el papa Bonifacio IV en iglesia cristiana, utilizándose el día de su consagración (13 de mayo) como fiesta litúrgica de la Santísima Virgen y Todos los Santos.

    La segunda cristianización llevada a cabo mediante la Fiesta de Todos los Santos llegó a mediados del siglo IX, cuando el papa Gregorio IV modificó la fecha del 13 de mayo por la del 1 de noviembre. ¿La causa? Cristianizar la fiesta céltica del Samhain, celebrada en Irlanda, Gales y Escocia el 31 de octubre, que conmemoraba la creencia en que los muertos regresaban del inframundo para entrar en comunión con los vivos. Lo más curioso del asunto es que la festividad que el cristianismo trató de anular, pervivió, abandonando su antiguo nombre y recibiendo uno nuevo, "All Hallows' Eve", que significa "Víspera de Todos los Santos", exportándose de Irlanda a Estados Unidos, desde donde se difundió universalmente. Vamos, que el intento de aculturación religiosa fracasó estrepitosamente. Y ahora, algunos nos vienen con el cuento de que Halloween es la festividad que quiere cargarse al Día de Todos los Santos...


SENTIDO COMERCIAL Y GASTOS SUPERFLUOS

    Esto, en cuando al origen de la celebración, similar al de otros intentos de suplantar festividades populares. Pero es que yendo al resto de descalificaciones que los adalides de la integridad cultural hacen resonar de vez en cuando sobre Halloween y otras celebraciones, nos hallamos en una situación parecida. El sentido comercial, por ejemplo. Es cierto y científicamente probado que la Festividad de la Víspera de Todos los Santos comienza a entrar en nuestras vidas desde principios de octubre: anuncios en la radio o en las marquesinas de los autobuses; decoración en los bares; promociones para pasajes del terror; entradas para fiestas de disfraces mortuorias y vampirescas en discotecas de moda en la noche de autos...

    Esto es verdad y es cargante. Pero, ¿y qué podemos comentar, por ejemplo, de la Navidad? Cuando yo era pequeño, las fiestas que conmemoran el advenimiento al mundo de Jesucristo comenzaban el 22 de diciembre, día de la Lotería Nacional por antonomasia, y se extendían hasta la tarde del 6 de enero, cuando los niños empezaban a disfrutar de los regalos que les habían traído los Reyes Magos. Sin embargo, desde hace muchísimo tiempo, es acabar Halloween, y ya nos están metiendo por tierra, mar y aire la dichosa Navidad. No es solo la publicidad en los medios de comunicación, los carteles que cuelgan de las farolas, las fachadas de los grandes centros comerciales, sino que el encendido de las luces propias de estas fechas en una ciudad como Madrid lo inaugura el Ayuntamiento el último jueves de noviembre. ¿Alguien ve alguna diferencia en este aspecto con la festividad de la noche del último día de octubre?

    Otro asunto: los gastos superfluos. En Halloween, algunos critican que por una sola noche los jóvenes, especialmente, concentran un enorme derroche en máscaras, entradas para salas de fiestas, alcohol... Según la Asociación Española de Consumidores (Asescon), los españoles hemos gastado de media en esta última festividad unos setenta euros por persona. Pero es que nos vamos a las Navidades, un período más amplio, sin duda, y según la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), los ciudadanos de nuestro país nos fundiremos este año unos ochocientos euros. Igual me da que me da lo mismo.


serpadres.es (30-10-23)

teloaclaro.com (24-12-22)

EL OGRO NORTEAMERICANO

    Nunca puede faltar en esta falsa polémica el reiterado recurso al Tío Sam. Así, se comenta que Estados Unidos nos está inundando desde hace décadas con su colonialismo industrial y comercial para imponernos "a las bravas" el maldito Halloween: las calabazas, los niños pidiendo golosinas de puerta en puerta, "truco o trato", las terroríficas películas en las que un psicópata asesina uno a uno a todos los amigos del protagonista... ¿Cómo es posible esta situación? Pues por la misma causa que cualquier otro fenómeno de aculturación de un pueblo o civilización sobre otro. ¿O no nos acordamos ya de la helenización, de la romanización o de la influencia, enormemente positiva en líneas generales desde mi punto de vista, de España sobre los pueblos americanos tras 1492?


ACEPTACIÓN POPULAR

    Sin embargo, con ser importantes todos estos aspectos señalados, al final, el definitivo, el que marca la intensidad de la fiesta, es la aceptación popular. Y, la verdad, es que ver comenzar a llenarse de chavales las calles durante la tarde del 31 de octubre; contemplar los disfraces de los más pequeños, acompañados de sus padres; presenciar la romería nocturna de pandillas de amigos que acuden, tranquila, pero jocosamente, a algún domicilio particular o a alguna discoteca a disfrutar de música y esparcimiento entre vampiros y zombis...¿Pues qué queréis que os diga? Que me parece fenomenal y plausible, la misma opinión  que tengo de las personas que festejan otras celebraciones.


EN DEFENSA DE TODAS LAS FIESTAS

    Y es que aquí incluyo todo tipo de ritos, rituales, ceremonias y diversas formas de ocio. Así, el mismo respeto, la misma tolerancia siento hacia la señora que acude al cementerio de su pueblo a las cuatro de la tarde del 1 de noviembre, para asistir a la misa que se celebra en memoria de los difuntos; hacia los padres que ponen el árbol de Navidad o el belén en sus hogares; hacia aquellos que ofrecen regalos a sus hijos en la mañana del 25 de diciembre o en la del 6 de enero; hacia los fieles que asisten a la Misa del Gallo en la medianoche del 24 de diciembre; hacia las gentes que celebran alegremente los carnavales, acudiendo al baile de disfraces en el Círculo de Bellas Artes de Madrid o al entierro de la sardina en la Fuente del Pajarito, también en la capital; hacia los creyentes que asisten a misa el Miércoles de Ceniza, comienzo de la Cuaresma; hacia los vecinos que presencian un paso de Semana Santa en Sevilla o la representación de la Pasión de Cristo en Morata de Tajuña; hacia los mozos que colocan un árbol en medio de la plaza de su pueblo la última noche de abril; hacia las reinas de mayo; hacia los saltarines de las fogatas de San Juan en San Pedro Manrique; hacia los jóvenes que llevan a cabo la representación teatral del Privilegio de Repoblación en mi entrañable Pedrezuela...

    Pero es que, dando un paso más, no solo acepto y admito, sino que admiro la asistencia a una misa en una iglesia católica cualquier domingo; la celebración de la Janucá hebrea durante ocho días de noviembre, diciembre o enero; la Festividad del Ramadán musulmán durante sus veintiocho o veintinueve días; o, por supuesto, el Maha Kumbhamela hindú, que se celebra cada doce años en la ciudad india de Allahabad (actual Prayagraj), y al que en 2013 acudieron cerca de cien millones de creyentes, la mayor peregrinación del mundo.

    En definitiva, que respeto, admito y admiro cualquier festividad, sea religiosa o laica. No siempre fui así, pero desde hace muchos años tengo una visión ecléctica del mundo, una postura intermedia entre doctrinas diversas. En mi casa, sin ir más lejos, cuelgan un cuadro de la Santa Cena y otro de Jesucristo, y en mi habitación poseo una reproducción del gran Erasmo de Rotterdam, el hombre que buscó una posición armónica entre el catolicismo y el luteranismo, para evitar el enfrentamiento armado; una estrella de David; un folleto desplegable sobre la celebración del Ramadán; una figurita de Buda; y un póster sobre los carnavales en Madrid de 1997. Para mí, casi todas las doctrinas y escuelas filosóficas aportan elementos positivos y, por supuesto, las festividades que se integran en ellas. Por ello, estoy y estaré siempre a favor de la conciliación entre doctrinas diferentes, y estoy y estaré siempre a favor de Halloween y del sincretismo festivo.

    












martes, 12 de noviembre de 2024

RAFA NADAL, EL ESTOICO HUMILDE

     En un borroso momento de finales del siglo IV a. C., tuvo lugar un sonado naufragio frente a las costas de Atenas. Un acaudalado comerciante, Zenón de Citio, se disponía a llevar al puerto de la ciudad más importante de Grecia un barco lleno de mercancías, cuando, por causas que se desconocen, este se hundió. A consecuencia del suceso, el rico mercader no solo estuvo a punto de perder la vida, sino que quedó completamente arruinado, ya que había invertido la mayor parte de su capital en los productos que viajaban a bordo de la desdichada nave.

    En lugar de desanimarse, de venirse abajo, el joven Zenón utilizó aquella desgracia para comenzar una nueva existencia. Tras llegar a la ciudad de la Acrópolis, se sumergió en una profunda reflexión sobre la vida, que le llevó a tomar contacto con tres de las grandes escuelas filosóficas griegas del momento: la cínica, la megárica y la platónica. Ninguna de ellas satisfizo sus deseos de renovación espiritual y conocimiento, y acabó fundando, en torno al año 300 a. C., su propia corriente de pensamiento en el Stoa Poikile (Pórtico Pintado), comenzando a ser pronto conocidos él y sus seguidores como "estoicos", debido al lugar donde el maestro enseñaba. El pensamiento estoico, iniciado por Zenón de Citio y organizado y mejorado por dos de sus discípulos griegos, Cleantes y Crisipo, alcanzó su cénit en Roma entre los siglos I a. C. y II d. C., con la aparición estelar de los filósofos Lucio Anneo Séneca y Epicteto y el emperador Marco Aurelio. A partir de Grecia y Roma, el estoicismo tuvo una profunda influencia en el pensamiento occidental, penetrando en el cristianismo, el budismo y la filosofía moderna, especialmente en Immanuel Kant, llegando incluso a nuestros días.

    De entre los principios rectores de esta antiquísima filosofía, a mí siempre me han llamado la atención tres. El primero, aceptar la realidad, es decir, no pretender que los acontecimientos de la vida ocurran como uno quiere, sino desear que se produzcan tal y como suceden. Mediante este elemento de "no resistencia" a la realidad se evita el desencanto cuando ocurre lo que no deseamos.

    El segundo fundamento hace referencia a aprender a deshacerse de las preocupaciones. Para los filósofos estoicos, el hombre no es perturbado por las cosas, sino por sus opiniones sobre ellas. A partir de aquí, focalizaron su discurso sobre las emociones (a las que llamaron "pasiones"), que dividieron en buenas, indiferentes y malas. Hacia estas últimas (angustia, miedo, envidia, celos, tristeza, depresión, ira, odio, codicia, ostentación...) dedicaron muchos de sus escritos, intentando hacer comprender que no había que eliminarlas de la vida, sino controlarlas, aprendiendo a lidiar con ellas.

    Por último, en tercer lugar, me fascinó la afirmación de que el único camino para la felicidad es dejar de preocuparnos por las cosas que escapan a nuestro control, siendo en este tema esencial la disciplina, otro de los valores estoicos por antonomasia. Para el estoicismo, solo existían cinco cuestiones que podíamos controlar en la vida: nuestros juicios, aspiraciones, opiniones, rechazos y valores que decidimos adoptar, quedando el resto de cosas fuera de ese ámbito de  control. Por ello, los filósofos estoicos animaban a dedicar esfuerzos solo y exclusivamente a esos cinco elementos.

    En definitiva, aquellos pensadores de hace dos mil años intentaron con su filosofía dar pautas sencillas y prácticas para vivir una buena existencia en un mundo impredecible, así como hacer lo mejor dentro de nuestras posibilidades mientras aceptamos lo que está fuera de nuestro control.


Zenón de Citio, fundador del estoicismo


Rafa Nadal (MónEsport, 28 de mayo de 2024)

    Dos mil trescientos veinte años después del nacimiento de Zenón de Citio emergió en este planeta Rafael Nadal Parera, nuestro Rafa Nadal. Varios apodos se le han dado durante su vida: la Fiera, el Rey de la tierra, el Matador o el Gladiador. Cualquiera de ellos describe perfectamente al mejor deportista español de todos los tiempos y al segundo mejor tenista de la historia, tan solo por debajo del también admirable Novak Djokovic. Sus números deportivos son estratosféricos: veintidós títulos de Grand Slam (catorce Roland Garros, cuatro Abiertos de los Estados Unidos, dos Wimbledon y dos Abiertos de Australia); noventa y dos títulos de torneos ATP, de los cuales treinta y seis son Masters 1000; cinco Copas Davis con el equipo español; dos medallas de oro en Juegos Olímpicos, una de ellas en la competición de dobles; doscientas nueve semanas en el número uno del ranking mundial de la ATP... En resumen, un fuera de serie, que nos ha deleitado a los amantes del tenis durante casi dos décadas.

    Y, sin embargo, el mito de Rafa Nadal va mucho más allá de la gloria deportiva. Así, debemos recordar que en el análisis de imagen de personajes públicos en España, realizado periódicamente por la prestigiosa consultora Personality Media, nuestro querido manacorense ha aparecido durante muchos años en el primer lugar de la clasificación. Los ciudadanos españoles han valorado su faceta deportiva, pero no solo esta. Y es aquí, precisamente, donde acaba el Nadal tenista y donde comienza el Nadal legendario.

    Desde mi punto de vista, dos elementos han sido claves para permitir que un portentoso y sobrehumano deportista haya penetrado durante casi veinte años en los corazones de las personas anónimas, de casi cualquier condición sexual, económica, social o cultural. El primero, la humildad. Estamos tan acostumbrados a que estrellas rutilantes del firmamento deportivo o musical se crean dioses del Olimpo, demuestren jactancia y fanfarronería, actúen con prepotencia y derrochen chulería a raudales, que el hecho de que el segundo mejor tenista de todos los tiempos esté en las antípodas de estos tristes y ridículos comportamientos nos deja atónitos.

    Pero la humildad de nuestro entrañable Rafa no se acaba en la falta de ego que sobrepasa a la mayoría de los cracks deportivos o musicales. No es que desprecie darse importancia (él se hallará siempre en el club de los elegidos del deporte de toda la historia), sino que su conducta y su comportamiento han ido siempre acompañados de la sencillez; de la sonrisa comedida y sincera; del triunfo de alguien que podría ser nuestro vecino de enfrente; de su relación sentimental con una compañera tan normal como él; de su falta de estridencia; de sus declaraciones medidas y casi siempre acertadas; de su saber ganar y saber perder (este último, siempre tan difícil); de su caballerosidad con el contrario; de su falta de exposición al papel cuché; de su españolidad verdadera y auténtica, tan alejada del patrioterismo de hojalata de otros personajes públicos...

    Y si le faltaba algo a este ser virtuoso, también le dio la naturaleza, Dios, el demonio o la educación de su tío Toni el don del agradecimiento, otro de los elementos clave del pensamiento estoico. "Es de bien nacidos ser agradecidos" dice un refrán muy antiguo. En una sociedad, como la nuestra, en la que pocos dan las gracias por cualquier acto llevado a cabo durante la vida cotidiana, el gran Nadal ha tenido a gala agradecer siempre a todos y a todo lo que le rodea y ha participado en los aledaños de su frenética carrera deportiva: sus entrenadores, su familia, su tierra chica y grande, el público, los jueces, los recogepelotas, los periodistas, las marcas comerciales, la fortuna de tener una profesión tan estimulante, el haber salido tantas veces a flote cuando todo parecía perdido...

    Y aquí, con esta última frase, enlazamos con la segunda gran cualidad de este astro de la galaxia tenística: su capacidad para aceptar la realidad que a uno le toca vivir, su imperturbabilidad ante la desgracia y su autocontrol.

    Muchos deportistas y, por supuesto, muchos tenistas han tenido, a lo largo de la historia, algunas o muchas dosis de estas virtudes estoicas, pero es, quizá, nuestro manacorense favorito el que ha conseguido reunir las más altas cotas de las mismas. Recuerdo a Björn Borg, a Ivan Lendl, a Mats Wilander, a Pete Sampras: eran témpanos de hielo, auténticos gladiadores zen, a los que parecía que nada les afectaba, a los que el mundo exterior fuera de los márgenes de las canchas de tenis en las que jugaban no existía. Pero ninguno de ellos, ni del resto de grandes tenistas de nuestra época ganaron tantos torneos (salvo Nole), tuvieron una vida tan longeva a nivel deportivo ni, por supuesto, sufrieron tantas lesiones como nuestro glorioso Rafa.

     Desde su estreno como tenista profesional en 2001 hasta su inminente retirada en la Copa Davis de este 2024, es decir, a lo largo de los últimos veintitrés años, el bueno de Rafa Nadal ha padecido la friolera de veinticuatro lesiones, que han afectado a diversas partes de su cuerpo: fisura en codo derecho; fisura del tercer arco costal izquierdo; desinserción de la vaina de la muñeca derecha; inflamación de la vaina de la muñeca izquierda; molestias en la rodilla derecha; dolor crónico en el tendón rotuliano de la rodilla derecha; rotura del tendón rotuliano izquierdo; tendinitis en ambas rodillas; molestias en el hombro izquierdo; dolores en el brazo izquierdo; lesión abdominal; desgarro abdominal; lesión en el psoas ilíaco; fractura en el pie izquierdo; astroscopia en el tobillo derecho; inflamación en los tendones peroneos; y, la más famosa de todas, el síndrome de Müller-Weiss en el pie izquierdo, que le apareció a los cuatro meses de conseguir su primer Roland Garros en 2005, y que arrastró hasta finales de 2021.

    A veces, las lesiones hicieron acto de presencia cuando Nadal ya tocaba con los dedos algún Grand Slam, como durante aquella final del Abierto de Australia de 2014, contra el suizo Stanislas Wawrinka; o en la semifinal del Abierto de Estados Unidos de 2018, contra el argentino Juan Martín del Potro. En ocasiones, ganó lesionado un partido, como en los cuartos de final de Wimbledon de 2022, contra el norteamericano Taylor Fritz, a costa, eso sí, de no poder ya disputar la semifinal contra el australiano Nick Kyrgios, por romperse definitivamente. Recuerdo nítidamente aquel partido, por la épica victoria, pero, fundamentalmente, por los gestos del padre de Rafa desde las gradas indicándole a su hijo que abandonara el match ante los problemas físicos que lastraban su rendimiento, a lo que nuestro héroe no solo no hizo caso, sino que acabó apuntándose la victoria.

    Ante este sinfín de contrariedades, Rafa Nadal actuó como un consagrado estoico. Por una parte, asumió el destino que la siempre cambiante y caprichosa fortuna envía a los seres humanos. Nunca o casi nunca oí o leí una queja extemporánea o una salida de tono en los momentos o días posteriores a una lesión. Nunca se resignó, sino que siempre aceptó la dura realidad que le tocó vivir. Llamémoslo imperturbabilidad, autocontrol o cualquier expresión similar. Lo cierto es que su fortaleza interior le permitió mantenerse a flote en medio de la tormenta.

    Sin embargo, si fascinante me pareció siempre esa asunción zen de la esquiva suerte, más me impresionó aún su capacidad para remontar el vuelo. Este ave fénix de nuestro tiempo regresó veinticuatro veces después de cada una de sus veinticuatro lesiones. En ocasiones, su resurgir fue inmediato, pero en muchos momentos tardó largos períodos de tiempo en volver a encontrar su gran tenis y, por ende, la victoria. Hubo temporadas que muchos (como yo) le dieron por acabado. Parecía que se arrastraba por las pistas, perdía con rivales muy inferiores en el ranking, el final parecía cercano...

    Pero a base de tesón, de disciplina, de autocontrol, de dejar de lado las pasiones negativas, de mantenerse en calma mientras atravesaba los procelosos mares de sus continuos regresos al dique seco, de espíritu estoico en suma, Rafa, nuestro Rafa volvió una y otra vez a reencontrarse consigo mismo y, por extensión, con el triunfo. Y si después de tanto remar contra corriente, al final ha decidido decir adiós a su querido tenis en este 2024, habrá sido, sin duda, porque, como afirmó el locuaz torero Rafael Guerra "Guerrita", "lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible".

    Un superhéroe de nuestro tiempo finaliza su aventura deportiva entre el 19 y el 24 de este mes de noviembre en el malagueño Palacio de Deportes Martín Carpena. Muchos (la mayoría) le echarán de menos por su tenis, sus drives, sus passing shots, sus revés cortados, sus smashs, sus dejadas, sus voleas... Reconozco que, durante años, disfruté y me emocioné mucho con el Nadal tenista, pero si tuviera que quedarme con algo de este legendario personaje, no me cabe duda que sería con su humildad y con su espíritu estoico. Estos rasgos fueron los que acabaron trasladándole al verdadero Olimpo de los dioses de la historia, en donde también habitan desde hace dos milenios cuatro remotos personajes, como Zenón de Citio, Séneca, Epicteto y Marco Aurelio.

     








martes, 29 de octubre de 2024

EL MURO MÁS INFAME

    Un pequeño, pero necesario aviso a navegantes. Estoy en contra de todo tipo de dictaduras, sea del color que sea. Para mí, fueron igual de repulsivos en el aspecto político Josef Stalin y Adolf Hitler, Mao Zedong y Benito Mussolini, Pol Pot y Alfredo Stroessner, Fidel Castro y Augusto Pinochet, Daniel Ortega y Jorge Videla, Nicolás Maduro y Rafael Trujillo o Erich Honecker y Francisco Franco. Lo triste de esta afirmación es que, en consonancia con lo comentado por un afamado periodista hace ya muchos años, en España somos una minoría los que opinamos así. Tanto en una parte como en la otra del espectro político patrio, son muchos los que aún defienden determinados regímenes en función única y exclusivamente de su ideología. No es mi caso. Allá ellos. Comencemos, pues.

    Entre los años 221 y 210 a. C., el emperador chino Qin Shihuang mandó construir el primer tramo de la célebre Gran Muralla, con el objetivo de frenar las incursiones de las tribus mongoles del norte. Las dinastías posteriores continuaron la labor, edificando nuevas partes, hasta alcanzar la increíble extensión de 8850 kilómetros.

    En el año 122 de nuestra era, el emperador romano Adriano ordenó levantar un muro de 117 kilómetros en el norte de las islas británicas, para defenderse de los ataques de un pueblo autóctono de la zona, los pictos, que se negaban a la romanización y lanzaban razias periódicas contra las colonias romanas.

    En la línea de estos dos ejemplos, muchas otras murallas fueron construidas a lo largo de la historia, con el fin de blindar las fronteras entre países, para evitar la entrada de enemigos, traficantes o migrantes. Sin ir más lejos, el siglo XX fue testigo de una carrera enloquecida de edificaciones masivas de este tipo. Sin ser exhaustivos, recordaremos los conocidos como Peace lines o líneas de la paz, que desde 1969 separan barrios católicos y protestantes en algunas ciudades de Irlanda del Norte; las vallas que, desde los años 90, separan India y Pakistán, con una longitud de 2912 kilómetros; las verjas de Ceuta (8 kilómetros) y Melilla (12 kilómetros), que cierran el paso con Marruecos desde 1993-1996; el muro que aísla Estados Unidos de México, comenzado en 1994, y con una extensión actual de 1123 kilómetros; el que divide Israel y Gaza, iniciado en 2002, y que cuenta con 810 kilómetros; o el que trata de disociar México de Guatemala, proyectado en 2014, y con un total de 958 kilómetros.

    Sin entrar en cuestiones de detalle, todas estas construcciones fueron diseñadas y ejecutadas por miedo a un enemigo exterior, real o imaginario, que trataba de penetrar en el recinto nacional interior. El objetivo último era proteger a los ciudadanos de un reino, nación o zona geográfica frente a peligros exteriores. En este sentido, por mucho que nos repugnen algunos de los ejemplos expuestos, la acción de los gobiernos de turno tenían una lógica aplastante.

    Sin embargo, en el terrible y sangriento siglo XX también se proyectó y edificó un muro, en las antípodas del objetivo buscado por los hasta aquí citados. Si estos trataban de defender el interior de un lugar frente a una agresión exterior, esta curiosa e infernal muralla buscaba justamente lo contrario: impedir la salida de sus habitantes nacionales hacia el exterior. La historia, no por conocida, es menos impactante.

    Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, con el triunfo de los Aliados frente al nazismo, Alemania quedó dividida en dos partes: la occidental, bajo la influencia de Estados Unidos, Reino Unido y Francia, con un sistema democrático, parlamentario y constitucional, que desembocó en la creación de la República Federal Alemana (RFA) el 23 de mayo de 1949; y la oriental, en la órbita de la URSS, con un régimen dictatorial, de partido único, que dio lugar a la República Democrática Alemana (RDA) el 7 de octubre de ese mismo año.

    Dentro de este mundo bipolar, destacaba con luz propia el singular caso de Berlín. Y es que la antigua capital del Tercer Reich quedó igualmente dividida en dos sectores, el occidental y el oriental, con las mismas estructuras políticas citadas, pero situada en el centro de la RDA. Berlín oeste quedó, pues, atrapada dentro del bloque comunista, como un islote en un océano de totalitarismo. ¿Qué es lo que pasó? Pues que, con el paso del tiempo, gran parte de la población de Berlín este, a la vista de la libertad y pujanza económica que irradiaba el otro sector, decidió trasladarse a vivir allí, primero lentamente y luego, en masa (tres millones de personas entre 1949 y 1961). Ante esta decisión colectiva, las autoridades de Alemania oriental decidieron cortarla de raíz, y en la noche del 12 al 13 de agosto de 1961 comenzaron a construir un muro de hormigón, de 3.6 metros de alto y 155 kilómetros de largo, que atravesaba 192 calles, y que sellaba los límites entre Berlín este y oeste por una parte, y entre Berlín oeste y el resto de la RDA por otra.

    Acompañando al muro, se creó la llamada "franja de la muerte", formada por un foso; una alambrada; una carretera por la que circulaban constantemente vehículos militares; sistemas de alarma; armas automáticas; torres de vigilancia; y patrullas seguidas por perros las veinticuatro horas del día.

    De esta manera brutal e ignominiosa, los dirigentes de Alemania oriental condenaban y hacían trizas los proyectos de vida de miles de personas y de familias, que en muchos casos quedaron separadas contra su voluntad. Pero aun así, mucha gente no se resignó a vivir el sueño de libertad de la parte occidental de la ciudad, y durante los veintiocho años siguientes unas cinco mil personas intentaron cruzar el maldito muro, de las que tres mil fueron detenidas y unas 140 asesinadas por las fuerzas de seguridad del régimen comunista, la primera el 17 de agosto de 1962 y la última el 5 de febrero de 1989.

    Solamente una conjunción planetaria asombrosa hizo posible el socavamiento del aquel muro de la vergüenza. Efectivamente, a mediados de los años 80 coincidieron en el tiempo cuatro grandes dirigentes políticos y religiosos: el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan; la premier británica, Margaret Thatcher; el papa Juan Pablo II; y, sobre todo, el presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov. La firmeza ante el imperialismo soviético de los dos primeros; la enorme talla intelectual y ética del tercero; y, especialmente, la apertura política desarrollada en su país por el cuarto, concretada en las famosas perestroika (reestructuración económica) y glásnost (atenuación de las restricciones que impedían la libertad de expresión y la libre circulación de ideas), crearon las condiciones necesarias para que el milagro se produjera, y en la noche del jueves 9 de noviembre de 1989 cayera aquel símbolo de la opresión.


Fotografía incluida en La Izquierda Diario el 13 de agosto de 2021

Fotografía incluida en la revista Ethic en noviembre de 2019

    ¿Qué lecciones podemos sacar de este magno acontecimiento, del que en pocos días se cumplirá el XXXV aniversario. Para mí, lo más importante es el ansia de libertad y de prosperidad material de las personas. Sobre lo primero, hay que recordar la impactante respuesta que Lenin, el líder soviético, dio al catedrático de Derecho Político y socialista humanista con influencia cristiana Fernando de los Ríos en octubre de 1920. En un viaje impulsado por el PSOE para ver la posibilidad de que el partido se adhiriera a la Tercera Internacional o Internacional Comunista, y tras pasar unos días en Moscú viendo la realidad cotidiana de la gente (a la que describió en su libro Mi viaje a la Rusia sovietista como "multitud andrajosa, macilenta y triste") después de tres años de Revolución, el intelectual y político malagueño se entrevistó con el máximo dirigente comunista, y ante la observación que a este le hizo sobre el control de la población y la práctica ausencia de libertades que había presenciado durante esos días en la capital soviética, Lenin le espetó: "¿Libertad para qué?".

    Es muy fácil, desde el cómodo sillón de nuestra habitación, con aire acondicionado en verano y calefacción en invierno, minusvalorar o directamente despreciar la importancia de la libertad para el ser humano, en especial cuando la tenemos ya conseguida, en nuestro caso desde hace ya casi cinco décadas. No seré yo quien trate de dar puestos en un ranking a conceptos tan trascendentales para el ser humano como la paz, la justicia, la igualdad, la fraternidad o la libertad. Todos ellos me parecen esenciales para el ciudadano de a pie, pero si falla la libertad, una parte fundamental de la persona, que es la autonomía en la toma de decisiones durante la vida, queda cercenada. Además, la libertad, a la larga, casi siempre provoca la mejora de las condiciones materiales de la gente. Así, según datos del Fondo Monetario Internacional para 2024, de los diez primeros países con mayor Producto Interior Bruto del mundo, nueve son democracias. Por algo será. Y, por cierto, del décimo ya hablaremos en siguientes post.

    Y es que, efectivamente, la segunda conclusión que podemos extraer del hundimiento del Muro de Berlín es el deseo de mejora material que tienen las personas durante su vida. Todo el mundo quiere conseguir una vida mejor que la de sus padres. Es lógico y plausible. Todo el mundo aspira a un buen trabajo y a una buena vivienda; muchos, a formar una familia y a que sus miembros alcancen una vida digna y meritoria. ¿Cómo diablos podía un ciudadano de Berlín oriental llevar a buen puerto estos deseos en una dictadura que no solo negaba las libertades más básicas del individuo, sino que cortaba sus ansias de ascenso social salvo que fueras miembro del partido único?

    Sin embargo, todos estos sueños de libertad y prosperidad jamás se hubiesen logrado sin la acción política de dirigentes con talla mundial. Y esta es la otra moraleja de la caída del Muro y del bloque comunista en su conjunto. "La política es el arte de lo posible". Esta frase, atribuida al sabio Gottfried W. Leibniz (1646-1716) quiere decir que los dirigentes políticos de un país deben buscar siempre lo mejor para sus ciudadanos, pero con una visión posibilista, realista, "sanchopancesca" si se me permite la expresión. Más allá de utopías, mundos felices o paraísos en la Tierra ideados por diversas ideologías, y que a lo largo de la historia solo han provocado ruina, destrucción y muerte, la senda del verdadero progreso siempre se ha hallado en las reformas. Y así, frente a la Revolución rusa, que instauró un régimen de terror durante setenta y cuatro años, Mijaíl Gorbachov entendió que la única manera de sacar del colapso y del ostracismo a los habitantes de su país (y, por ende, a todos los del bloque del este) era la puesta en práctica de una serie de reformas que suponían la apertura política y económica. Sin lugar a dudas, de los cuatro dirigentes antes comentados, "el hombre de la mancha de chocolate en la frente", como le llamaba un antiguo compañero mío de universidad, fue el más importante. Sin su participación clave, Dios o el demonio saben cuándo podía haber caído el Muro de Berlín.

    Rememorando al gran Carlos Gardel, podríamos concluir "Que es un soplo la vida / que veinte años no es nada". Y sin embargo, treinta y cinco parece una eternidad. Pienso en los acontecimientos que sucedieron en mi existencia a comienzos de noviembre de 1989, y no es que me trasladen a una época antigua, es que se me asemejan a un sueño. Pero ocurrieron. Y creo, honestamente, que, al margen de los vericuetos, meandros y volteretas que sucedieron en el mundo después de aquella noche liberadora, las personas de bien deberíamos acoger este aniversario con regocijo y alegría, porque la caída de un muro no solo comenzó a liberar a millones de personas de un Leviatán oscuro y cruel, sino que les abrió las puertas a sus sueños más personales y auténticos.













martes, 15 de octubre de 2024

ABDUCIDOS POR EL MÓVIL

     Necesariamente, tengo que comenzar haciendo dos consideraciones previas a la hora de abordar la temática en cuestión. La primera, que debiera aparecer en el frontispicio no solo de este artículo, sino de todos aquellos en los que trate asuntos relacionados con las costumbres y hábitos de la sociedad española actual, es el de la libertad. A ella se refería, sin ir más lejos, Miguel de Cervantes hace 409 años, cuando en la segunda parte de su inolvidable novela ponía en boca del antihéroe don Quijote las siguientes palabras, dirigidas a su fiel escudero:

         "La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre".

    Con esta potente afirmación, resalto, pues, el derecho que cada ciudadano tiene a hacer lo que le venga en gana con su vida, siempre y cuando no traspase la frontera del de los demás. Y aquí se incluye, naturalmente, el uso del teléfono inteligente.

    La segunda observación imprescindible en esta nueva entrada del blog es la ambivalencia que gran parte de la ciencia y la tecnología ofrecen al ser humano. Así, la energía nuclear puede ayudar a curar el cáncer o a destruir Hiroshima y Nagasaki; un camión Renault Midlum puede ser utilizado para repartir productos alimenticios frescos o congelados, pero también, en manos de un yihadista enloquecido, para asesinar a ochenta y cuatro personas en el paseo de los Ingleses, en Niza, el 14 de julio de 2016; o un ordenador puede ayudarnos a confeccionar maravillosamente una tesis doctoral, aunque, usado por un hacker, podría servir también para infectar a 360.000 equipos informáticos, como ocurrió el 12 de mayo de 2017, cuando el ransomware denominado WannaCry fue distribuido en la red por unos ciberdelincuentes, que exigían un rescate en Bitcoin para proporcionar claves de descifrado a los sistema dañados.

   En definitiva, que a la ciencia y a la técnica se las puede dar el uso que nosotros queramos.

   Centrándonos ya en nuestro querido smartphone, las frías cifras son harto elocuentes acerca de su cotidiana realidad entre nosotros. A día de hoy, existen en el mundo unos siete mil millones de aparatos, para una población de unos ocho mil doscientos millones de habitantes; en España, por ejemplo, hay unos cuarenta millones de unidades, para unos cuarenta y nueve millones de personas; y también en nuestro país, un 69.5 % de niños de diez a quince años son usuarios de teléfonos inteligentes.




Obras del ilustrador y animador activista inglés Steve Cutts

    

    Ante este tsunami, ante esta avalancha de tecnología, ¿cómo estamos reaccionando en España (el resto de naciones no las conozco, y tampoco me importan)? Dos aspectos me parecen relevantes a la hora de analizar el fenómeno: el cuánto y el qué.

    Empecemos por el cuánto, es decir, por cuánto tiempo dedicamos al smartphone. Bien. Son las siete y media de la mañana de este octubre otoñal, y uno sale a la calle, aún anochecida, y se topa con personas (de todo tipo de edad) que van alumbrando el camino, cual luciérnagas, mirando compulsivamente el aparatito mientras caminan rápidamente hacia sus centros de trabajo o de estudio. Muchos de esos hombres-luciérnaga acaban minutos después en los vagones del metro de las grandes ciudades. Allí, en esos receptáculos andantes, antaño poblados de periódicos o libros, reina, majestuoso, nuestro entrañable teléfono inteligente. De cada diez personas, ocho asisten impávidas a algo gordo, muy gordo, que se está produciendo en esos instantes, incluso en grupos de amigos. Pocas hablan, y alguna duerme, pero en franca minoría. 

    Llegamos al trabajo, y comienza la jornada laboral, y trabajamos, sí, pero en cuanto suena el famoso pitido, ¡zas!, ya estamos echando un ojo a nuestro querido amigo de fatigas, a ver si ha comenzado la Tercera Guerra Mundial o si el hombre ha llegado a Marte. Durante la jornada, vamos al baño, pero acompañados del famoso instrumento, por si nos perdemos algo que está sucediendo ahí afuera, por si tenemos una llamada urgente o para seguir la trascendental conversación que estamos llevando a cabo. Es escalofriante oír a muchos hombres hablando con sus seres queridos con una mano, y con la otra... salvo que tengas auriculares, claro está. Eso, en la parte de los trabajadores, porque en la de los ciudadanos (empresas públicas) o clientes (empresas privadas), la situación es idéntica. Tan embebecidos se hallan muchos en los grandes misterios que destila el smartphone, que pierden sus turnos a la hora de ser atendidos, y aparecen a los diez minutos justificando su falta de atención en algún bulo poco convincente.

   Hay gente, los viernes y los sábados fundamentalmente, a la que, aunque parezca increíble, la gusta todavía ir al cine. Pocos hacen ya colas en las taquillas, porque casi todo el mundo ha comprado su localidad por Internet. Por eso, cuando queda un minuto para que comience la película, no hay prácticamente nadie en la sala, y la mayor parte entra como un tornado cuando las luces se han apagado, buscando con sus luciérnagas andantes las butacas, y molestando sobremanera a los que, educadamente, llevaban sentados ya varios minutos (¡ay, la educación! ¿dónde quedó?). Pero es que durante el transcurso de la proyección, mucha gente (que ha quitado el sonido a su aparatito) observa en la oscuridad los mensajes, sin duda capitales, que le son enviados a ese antiguo pequeño salón de ocio, ya no tan de ocio.

    En las paradas de los autobuses, en los bancos de los parques, en las salas de espera de los centros de salud de atención primaria, en las terrazas de los bares, en las salidas para acompañar a los perros a dar una vuelta..., la gente ya no mira la calle, no observa la vida que se desarrolla a su alrededor, tan solo se halla pendiente de las impactantes y espeluznantes noticias que le llegan a través del minúsculo celular. Hace ya muchos años, cuando aún no se había generalizado el uso del móvil en España, escuché una tertulia nocturna de radio en la que el director de un programa preguntaba a un contertulio si a lo largo del día miraba mucho su smartphone. Recuerdo que aquel respondió que sí, y cuando se le volvió a inquirir cuántas veces llevaba a cabo la acción, afirmó, un poco avergonzado, que unas doscientas. No quiero pensar el resultado si hoy se le volviera a llevar a cabo la interpelación.

    Y después del cuánto, debemos entrar en el qué, esto es, en el qué miramos, en el qué invertimos nuestra atención a lo largo de tanto tiempo durante nuestra valiosa y corta vida. Y llegados a este extremo, la cosa empeora aún más. Porque el teléfono inteligente, bien mirado, tiene muchas funcionalidades, y, sin embargo, los españoles de este siglo XXI nos hemos empeñado en utilizar fundamentalmente una, las redes sociales, llámese Facebook, Instagram, X (antigua Twitter), Tik Tok, WhatsApp, Telegram o un largo etcétera.

    A mí, en principio, la idea de las redes sociales me parece genial, vamos, que a personas como Mark Zuckerberg, Kevin Systrom, Mike Krieger, Jack Dorsey, Yiming Zhang, Brian Acton, Jan Koum o Pavel Durov, las considero unos visionarios y artífices de la interconexión personal y planetaria, algo inimaginable hace tan solo veintidós años. Ahora bien, lo que me parece deprimente es el uso que se está llevando a cabo de esta preciosa tecnología. Porque, seamos sinceros, ¿qué estamos consumiendo, mayoritariamente, en estas redes sociales? Lo primero, fotos, miles de imágenes, que son captadas por otros, única y exclusivamente para ser subidas a las redes: selfies, poses extravagantes, momentos de un concierto de música, instantes de un partido de fútbol... Lo segundo, vídeos, millones de vídeos: la caída de la tía Gertrudis en aquella boda, el mordisco que le pegó el can a aquel pobre transeúnte, el descenso salvaje del pequeño Saúl por aquel tobogán de agua en Aquópolis, los cuernos que aquel chaval ponía a su amigo en la cabeza mientras otro le echaba una foto... Y tercero, frases, trillones de frases, pero no conversaciones. Frases sueltas, de una línea o media, sin puntos ni comas, con una ortografía extraña, con muchos emoticonos, con muchos besos, aplausos, dedos para arriba y para abajo, muchos corazones, infinitas risas estruendosas, innumerables brazos forzudos... Un lenguaje primitivo, arcaico, anterior a Atapuerca... ¿En qué nos estamos convirtiendo? Está claro que cada uno puede hacer con su vida lo que le venga en gana, pero...

    No pretendo ser ni un predicador ni un activista woke, pero creo, honestamente, que nos estamos pasando, y mucho. La ciencia y la tecnología surgieron en este diminuto planeta, situado en un oscuro rincón de nuestra galaxia, para hacernos la vida mejor y más cómoda. Vinieron a servirnos, no a que nosotros las sirviéramos. Vinieron a recordarnos las penalidades que sufrieron los constructores de las pirámides de Egipto; las zozobras de los navegantes que llegaron a América hace justo 532 años; las tristes condiciones de vida de millones de personas a lo largo de la historia, que no tuvieron la suerte de disfrutar de la luz eléctrica, del avión, del tren, del coche, de la radio, de la televisión, del smartphone... Y he aquí, que nosotros, privilegiados seres, que lo tenemos todo, porque hemos contado con la inmensa fortuna de aparecer en este nuevo alba de la civilización del siglo XXI, nos obstinamos en empobrecer nuestras existencias a costa de infrautilizar o utilizar rematadamente mal un extraordinario aparatito, de infinitas posibilidades, que ya hubiesen deseado nuestras diez mil generaciones pasadas.

    Pero como ocurre siempre, la vida es un orden de prioridades, en la que cada individuo establece las suyas. Y se ve que hoy en día, una gran parte de la población española ha decidido dejarse abducir por el maravilloso instrumento tecnológico, sin extraer sus amplias e incalculables funcionalidades. Expresado en la lengua de nuestros vecinos del norte: ¡quel dommage!

    

    

    











martes, 1 de octubre de 2024

ALFA Y OMEGA

         "A las cinco de la tarde.
        Eran las cinco en punto de la tarde.
        Un niño trajo la blanca sábana
        a las cinco de la tarde.
        Una espuerta de cal ya prevenida
        a las cinco de la tarde.
        Lo demás era muerte y solo muerte
        a las cinco de la tarde".
        (Federico García Lorca, Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, 1935)

    Media hora más tarde que la cogida del famoso torero, inmortalizada por el gigante granadino de las letras, te nos escapaste, Mari, hacia el otro lado del mundo, donde nunca amanece, hace hoy justamente nueve años. Y 108 meses después, veo aún aquella silenciosa habitación, con papá y mamá a los pies de tu cama y yo, a tu lado, y observo, a las cinco y media de la tarde de aquel jueves asesino, cómo una repentina blancura comienza a recorrerte desde los pies hasta la cabeza. Y percibo cómo casi cuarenta y cuatro años de vida van desapareciendo súbitamente delante de nuestros ojos atónitos. Y recuerdo cómo lloramos los tres, desconsolados.

    Y 3288 tardes después de aquel último atardecer, me sigue impresionando tu lucha por la vida, tu guerra sin cuartel contra el miserable destino con el que te tocó lidiar, tu espíritu combativo contra la desgracia. Veintinueve años estuviste batallando contra una enfermedad de primer orden, y tres años contra otra, hors categorie, las dos en su máximo grado. Y hasta el último día, en que te desvaneciste en un sueño continuado de diecisiete horas antes de partir hacia la última playa, siempre demostraste una entereza formidable, una positividad gigantesca, una armadura psicológica inquebrantable.

    Alguna vez lo pensé y te lo comenté: ¿cómo era posible que después de tantos años de calamidades sin cuento, de tanta decadencia física, de tanto hundimiento material, de tanta declinación, cómo era posible, repito, que te encontraras cada vez mejor de la mente, del espíritu, de la conciencia, del océano interior? Sí, ya sé que tuviste grandes "profesores" (lo que yo denominaba "las distintas glaciaciones" que habían pasado por tu vida), en especial el gran Mario y la gran Marly, pero por mucho auxilio exterior que recibieras, tú y solo tú fuiste la que te curraste el indestructible caparazón de tortuga (animal que me fascina por su lentitud, tan alejada de la disparatada vida que muchos llevan en la sociedad actual; por su longevidad; y por su pétrea estructura física) con el que recubriste y protegiste tu maltrecho cuerpo. Como los hoplitas griegos, como las falanges romanas, como los cuadros ingleses en Waterloo, tu armazón interior hizo frente siempre con éxito, hasta el último día, a la desgracia infinita.





    En tres versículos del bíblico libro del Apocalipsis (1, 8; 21, 6 y 22, 13) aparece la frase "Yo soy el alfa y la omega", para referirse a Jesucristo y a Dios padre. La expresión es interpretada por muchos creyentes como significado de que Dios existió desde el principio del tiempo y que existirá por siempre. Pues bien, junto a pajarillo y a papá, tú siempre representarás para mí el alfa y la omega, el comienzo y el fin de todo. A veces, con el paso del tiempo y con los cientos de pequeños problemas cotidianos que nos preocupan a cualquiera ("problemas", que no "desastres", como dijo aquel judío superviviente del campo de exterminio de Auschwitz), parece que te desvanecieses entre sueños y bruma, parece que nunca hubiera tenido yo una hermana, parece que te hubieran tragado las arenas de la historia. Pero cuando hacen acto de presencia los grandes obstáculos, las grandes preocupaciones, los grandes contratiempos (o eso a mí me parecen), siempre, y digo siempre, vuelves a surgir, vuelve a aparecer en el firmamento, mirando hacia el este, "mi estrella de la mañana", esa que "se ha entrado en mí como el amor se entra sigilosamente en el corazón, hasta embargarlo de dulzuras". Esa que "se ha fundido conmigo como el alma se funde con el cuerpo desde el primer latido". Y tú, pajarillo, me guías a través de la noche, me alumbras en la oscuridad, haces de luciérnaga a través de las tinieblas, me impulsas a seguir viviendo a pesar de todo.

    ¿Cómo no recordar aquellas inefables charlas en tu habitación, en las que me aconsejabas sobre todo, y recalco lo de "todo"? ¿Cómo olvidar aquella sabiduría oriental (ahora que se acerca, raudo, el kumbhamela en Allahabad), sobrenatural, eterna, que desprendías en cada frase, en cada palabra? ¿Cómo no acordarme de aquella reiteración tuya en que yo no podía ni debía emular solo a don Quijote (el idealismo), sino también a Sancho Panza (el realismo, la practicidad)? ¡Cuántas noches gastaste en orientarme en mi desorientación vital, y qué poco caso te hice hasta hace un cuarto de hora, como quien dice?

    Atravesaste este breve ínterin, que es la vida, recorriendo su parte más oscura y espeluznante. Pasaste por este valle de lágrimas arrastrando miserias y calamidades de todo tipo. Como el bíblico Job, sufriste los más crueles tormentos de la fortuna, y casi nunca te quejaste. Y un buen día, volaste hacia el ocaso, sin ruido, sin lamentos, sin una lágrima. Y sin embargo, emulando la voz en off que despide la mítica película La misión, aunque tú estás muerta y yo sigo vivo, en verdad soy yo quien ha muerto, y tú la que vives. Porque como ocurre siempre, los espíritus de los muertos sobreviven en la memoria de los vivos. Bon voyage.

              













martes, 17 de septiembre de 2024

PRESENTACIÓN. EN LA ORILLA DEL OCÉANO CÓSMICO

    El jueves 15 de julio de 1982, a las 21:35 horas, después del Telediario y, por tanto, en hora de máxima audiencia, hacía su aparición en la pequeña pantalla de TVE la serie documental Cosmos. Presentada por el mítico y llorado astrónomo, astrofísico, cosmólogo, astrobiólogo y divulgador científico norteamericano Carl Sagan (1934-1996), el programa (que constaba de trece episodios de una hora de duración) tenía por objetivo la historia de la astronomía y de la ciencia, así como la del origen de la vida, pero también el lugar que ocupa nuestra especie y nuestro planeta en el universo.

    En aquel año del Mundial de Fútbol de España (de hecho, la serie se inició cuatro días después de la finalización de este), yo era un adolescente, y ya me apasionaba la historia, pero no aún la ciencia. Sin embargo, tuve la fortuna de contar con dos amigos del barrio (con los que, en compañía de otros, quedábamos en las plazoletas de al lado de casa para charlar o jugar al fútbol), que eran unos enamorados de la ciencia en general, y de la astronomía en particular. Aunque ya han pasado cuarenta y dos años de aquel acontecimiento televisivo, aún recuerdo frescas las imágenes de aquel verano, en las que, estando mis amigos y yo en la que denominábamos segunda plazoleta, se acercaban las nueve y media de la noche, hora del comienzo de la mágica serie, y mis dos aficionados a la astronomía (que eran hermanos) se iban corriendo a casa, y los otros tres amigos con ellos a nuestros respectivas viviendas, para ver el capítulo de ese jueves. Como la serie se emitió en España hasta el 7 de octubre, y yo estuve de vacaciones en el pueblo de mis padres durante julio y agosto de aquel año, calculo que hasta el octavo o noveno episodio no me uní al entusiasmo que Fernando y José Manuel (que así se llamaban mis colegas) sentían hacia Cosmos, y, por tanto, me perdí más de la mitad de la serie en esa primera emisión. Sin embargo, con el tiempo, el programa fue repuesto más veces, y entonces ya pude contemplarlo en su integridad. De hecho, todavía lo tengo grabado en cuatro cintas de VHS, de cuando lo emitieron en 1990. Sin temor a equivocarme, puedo decir bien alto que, gracias a Fernando (que desde hace muchos años es profesor de Física Química en la Facultad de Ciencias Naturales del Imperial College London) y a su hermano José Manuel, el interés por la astronomía y por otras ramas de la ciencia comenzó a penetrar lenta, pero imparablemente, en el fondo de mi ser.

    Pues bien, el primer capítulo de la inolvidable serie se titulaba "En la orilla del océano cósmico". En sus primeros minutos, el gran Carl Sagan (situado en un promontorio frente a la costa) realizaba una pequeña introducción sobre lo que le esperaría al espectador durante los siguientes trece episodios. Algunas de esas frases eran del tenor siguiente:

        <<El cosmos está constituido por todo lo que es, lo que ha sido o lo que será. La contemplación del cosmos nos perturba. Sentimos un hormigueo en la espina dorsal, un nudo en la garganta, una vaga sensación, como si fuera un recuerdo lejano, de que nos precipitamos en el vacío. Sabemos que nos estamos acercando al mayor de los misterios. El tamaño y la edad del cosmos están más allá del entendimiento humano. Perdido en alguna parte, entre la inmensidad y la eternidad, se encuentra nuestro diminuto hogar planetario, la Tierra (...).

         >>Estamos a punto de comenzar un viaje por el cosmos. Encontraremos galaxias, soles y planetas; vida y conocimiento que nace, se desarrolla y muere; mundos de hielo y estrellas de diamante; átomos en masa como soles y universos más pequeños que átomos. Es también la historia de nuestro propio planeta y de los planetas y de los animales que lo comparten con nosotros. Y es la historia de los seres humanos, de cómo hemos logrado nuestro conocimiento actual sobre el cosmos; cómo este ha dado forma a nuestra evolución y a nuestra cultura, marcando nuestro destino. Queremos buscar la verdad, adonde quiera que nos lleve (...). 

          >>La superficie de la Tierra es la costa del océano cósmico. En esta costa hemos aprendido casi todo lo que sabemos. Recientemente nos hemos aventurado un poco hacia afuera, quizá hasta la altura del tobillo, y el agua nos rodea tentadora (...). Vamos a explorar el cosmos con la nave de la imaginación, sin las ataduras de los límites ordinarios de velocidad y tamaño, dirigidos por la música de la armonía cósmica. Puede llevarnos a cualquier lugar, en el espacio y en el tiempo. Perfecta como un copo de nieve y orgánica como una semilla de diente de león, nos conducirá a mundos de ensoñación y a mundos reales. Acompáñenme>>.

    Estos impactantes y embriagadores pasajes narrados por el divulgador estadounidense pasaron (como la serie al completo) a los anales de la historia de la ciencia. A mí, desde luego, cuando los oí por primera vez, me dieron la sensación de que algo grande estaba por venir. Pero por encima de todo, me quedé con el título de ese primer capítulo: "En la orilla del océano cósmico".

    También desde una orilla frente al océano de mi imaginación comienzo esta extraña y fascinante andadura, que es el blog RAZÓN Y EMOCIÓN. Dicen que los caminos del Señor son inescrutables (Rom 11, 33), y ciertamente debe haber alguna verdad en la frase bíblica, porque hasta hace más o menos dos meses no atisbaba siquiera la posibilidad de crear este diario digital. Pero el océano de inquietud intelectual que fluye desde hace mucho tiempo en mi interior ha precipitado definitivamente los acontecimientos.

    ¿Qué espero desarrollar en este mundo de papel volcado a una página web? Por encima de todo, dar mi visión particular del mundo que me rodea, aportando experiencias personales, dando mi opinión sobre aspectos profundos de la sociedad actual en España y analizando de forma somera, pero rigurosa, algunos acontecimientos históricos que me han parecido relevantes desde siempre. Y todo ello, respondiendo al título del blog, teniendo como pilares fundamentales la razón y la emoción. Respecto a lo primero, me considero hijo de la Ilustración, movimiento cultural que, a lo largo del siglo XVIII, y en gran parte de Europa, tuvo entre sus ejes centrales la soberanía de la razón como uno de los elementos con los que un amplio grupo de intelectuales intentó mejorar las condiciones materiales de la sociedad. Tres siglos después, el sentido de analizar los acontecimientos del quehacer diario por medio del racionalismo, y no de la ideología, me parece totalmente vigente. El gran Francisco de Goya lo dejó expresado de forma lapidaria en uno de sus aguafuertes más conocidos, perteneciente a la serie Los caprichos, titulado "El sueño de la razón produce monstruos" (1799). Y es que sin razón solo hay tinieblas, oscurantismo y crujir de dientes.

    Sin embargo, para mí, la vida quedaría incompleta si el imperio de la razón no coexistiera con el de la emoción, el de los sentimientos, el de la sensibilidad, tan femenina y, a la vez, tan atrayente. Una persona racionalista, cerebral y calculadora, pero sin sensibilidad, es un alma muerta, que dice vivir, pero solo vegeta. Lamentablemente, acerca de este desgraciado ser los miembros de mi sexo (masculino) sabemos  más de lo que deberíamos. Por ello, trataré de que la parte profunda de las entradas del blog se hallen impregnadas de buenas dosis de emoción.

    Desconozco lo que durará esta aventura digital. Pero, la verdad, es que me importa poco. Para mí, empezarla es ya de por sí un triunfo y una satisfacción personal. Tampoco sé si llegará a mucha gente o a poca. También me da igual. Hace ya tiempo que en mi vida tiene más importancia la calidad que la cantidad.

    Si tú, lector, has llegado hasta esta línea, quiere decir que mi trabajo ha empezado bien. Sin embargo, deseo que recorras conmigo este océano de imaginación que se abre ante nosotros desde esta humilde orilla frente a las olas. Emulando a mi admirado Carl Sagan en el comienzo del primer capítulo de su extraordinaria serie, solo te pediría una cosa: <<Acompáñame>>.

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