LOS ANIMALES, A TRAVÉS DEL TIEMPO
No me considero, ni nunca me he considerado, un conservacionista, un animalista o un acérrimo defensor de los derechos de los animales. Durante gran parte de mi vida nuestros primos irracionales no me supusieron, en el mejor de los casos, más que una anécdota, y en el peor, un miedo exacerbado, especialmente en el caso de los perros a partir de un intrascendente suceso acaecido en mi más tierna niñez.
Con el paso del tiempo, los animales fueron penetrando en mi existencia a través de dos vías. La primera, mediante la confección de mi tesis doctoral, que trataba sobre las respuestas religiosas que los españoles de la decimoséptima centuria llevaron a cabo frente a las plagas del campo, entre las cuales se incluían insectos, mamíferos y aves, capitaneadas todas ellas por la todopoderosa y dañina langosta.
La segunda vía fue por la contemplación, en vivo o en documentales, de seres, a mi juicio, fascinantes, como las gaviotas (sensación de libertad y de suspensión en el aire), las tortugas (invitación a la lentitud y a la tranquilidad, tan alejadas ambas de la vida actual en Occidente) y (¡qué sorprendente ironía!) los perros, que observados con mis actuales sentidos ofrecen tantas virtudes, como la fidelidad, el juego continuo, el instinto más primario o la inestimable compañía a quienes los poseen. Otros animales que siempre llamaron mi atención fueron la iguana (por su rareza), la oveja (por su inocencia), el búho (por su capacidad de observación), el delfín (por su inteligencia), el pingüino (por su torpeza al andar en tierra firme) o el gorrión (el máximo exponente de "mi pajarillo").
NO A LA IRRACIONALIDAD, NO AL MALTRATO
Esta nueva consideración hacia estos seres nunca me hizo caer, sin embargo, en la tentación de confundir admiración y asombro con amor irracional. Y es que cuando veo a ciertas personas manifestarse contra la venta de pieles; cuando oigo determinadas concentraciones para despedir a una piara de cerdos que es llevada en camiones a mataderos para su sacrificio; cuando siento que algunos seres racionales se comportan mejor con los irracionales que con sus propios familiares o amigos; cuando contemplo todo esto, me dan ganas de salir corriendo.
Pero estas situaciones descritas son una cosa, y otras muy distintas, el maltrato animal. Aquí no valen ambigüedades. Que alguien arroje una cabra por un campanario, juegue al fútbol con una gallina o abandone a su suerte a varios caballos en una finca o a un perro en una carretera, no es que me parezca un delito (que lo es), sino que me parece un rasgo de depravación humana. Y aquí, en este instante, llegamos a la sempiterna polémica sobre la tauromaquia o "el arte de lidiar toros", como la define la RAE.
EN SALDAÑA EMPEZÓ TODO
Esta actividad, cuyo primer referente en España lo encontramos en el año 1128, durante la celebración de la boda de Alfonso VII de Castilla y Berenguela de Barcelona, que tuvo lugar en la localidad palentina de Saldaña, se consolida, en su forma moderna de toreo a pie, en plazas cerradas y circulares, con tendidos y ruedos, a partir del siglo XVIII.
AQUELLAS FIESTAS DEL 95
He de reconocer que nunca me llamaron la atención las corridas de toros. De niño acompañé a mis padres a algunas (muy pocas), y de joven asistí a unas cuantas en las fiestas patronales del pueblo de mis ancestros. Nunca me dijeron gran cosa, salvo que eran el pretexto perfecto para estar con mis amigos. Sin embargo, el último año que acudí a estas fiestas, a finales de septiembre de 1995, algo ocurrió en una de aquellas tardes. Desconozco si es que fue la espantosa faena, la horrible muerte del toro, con varios descabellos de por medio; no sé, pero durante aquella postrera velada fue la primera vez en mi vida que pensé: ¿qué coño pinto yo aquí viendo esto? Y aunque a las fiestas no volví por diferentes motivos, a una corrida de toros ni me lo planteé nunca más.
Durante años, aunque fui testigo de las constantes y aceleradas restricciones que las autoridades competentes ejercían sobre todos y cada uno de los diferentes festejos taurinos que se desarrollaban a nivel local, nunca tuve una opinión clara sobre las corridas de toros, y si la tenía esta se hallaba lastrada lastimosamente por la maldita ideología. ¿En qué momento cambió todo? No lo sé con seguridad, pero cambió.
UN DOCUMENTAL IMPRESCINDIBLE
Una vez que decidí tratar la polémica sobre la tauromaquia en este blog, a pesar de tener ya muy clara mi posición al respecto, decidí contemplar la película-documental Tardes de soledad, dirigida por el catalán Albert Serra, que fue galardonada con el premio Concha de Oro en el último Festival Internacional de Cine de San Sebastián. La idea era ver si los diversos momentos en los que es grabado el diestro peruano Andrés Roca Rey a lo largo de varias corridas afectaban de alguna manera a la visión que albergaba yo sobre el festejo en sí. Y he de reconocer que no solo no cambió mi valoración, sino que la reforzó en todos sus aspectos.
GLADIADORES 3.0
Sobre los toreros en sí, me siguen pareciendo gladiadores del siglo XXI, que en aras de una opción vital, se juegan la vida todas las tardes en un enfrentamiento universal y eterno contra un formidable enemigo, de media tonelada de peso, con una fuerza y unos cuernos que dan pavor solo verlos en la butaca del cine. No seré yo, sin duda, el que alce la voz sobre estos luchadores incansables contra el destino; no seré yo, ciertamente, el que califique de asesinos a quienes se enfrentan a la muerte en cada verónica, en cada chicuelina, en cada gaonera, en cada larga cambiada, en cada pase natural, en cada derechazo, en cada pase de pecho, en cada manoletina y, sobre todo, cada vez que entran a matar al morlaco de marras. Aunque el enfrentamiento en la épica batalla casi siempre acaba igual (el torero gana, el toro pierde), reconozco una cierta grandeza en quienes se exponen durante media hora en la plaza a la negra parca, solo por cumplir un sueño de vítores y fama.
UN SUPLICIO INIMAGINABLE
Sin embargo, la admiración hacia la valentía y arrojo de los diestros no oscurece un ápice la percepción que mantengo desde hace mucho tiempo sobre el festejo en sí. La película-documental sobre Andrés Roca Rey presenta lo que ya sabía, pero aumentado. Un animal (el toro) sale a la arena potente, encendido, eléctrico. Al margen de los cien mil capotazos y muletazos, ese ser irracional recibe primero varios puyazos en su morrillo con una vara que acaba con una puya en la punta, que le suele provocar la pérdida de 1/6 del volumen de su sangre.
Después, le clavan entre cuatro y seis banderillas (palos de madera decorados con puntas puntiagudas) en los hombros y/o la joroba, que ocasionan en el animal el desgarramiento de músculos, nervios y vasos sanguíneos, al margen de la propia deshidratación consecuencia de la pérdida de sangre.
Más tarde, le clavan una espada de ochenta centímetros de largo de doble filo, que busca llegar al corazón, aunque a menudo causa lesiones en los pulmones y bronquios.
Finalmente, si el toro sigue vivo después de esto, se procede al descabello, es decir, se introduce un cuchillo entre la primera y segunda vértebras cervicales, seccionando la médula espinal. Así, el toro cae con sus extremidades extendidas, aunque aún mueve la cabeza y los ojos.
Antes de morir, bien por asfixia, bien por desangramiento, el animal se halla aún consciente, ya que la corteza cerebral y el tronco encefálico permanecen intactos. Ver en el documental de Albert Serra cómo el animal, derrotado, caído, con la cabeza ladeada, empapado en sangre, medio asfixiado, va cerrando lentamente los ojos, segundos antes de que los mulilleros lo arrastren por el albero hacia el desolladero es un espectáculo triste y macabro.
RAZONES MUY POBRES
Los defensores de esta fiesta, a la que se denomina "nacional", esgrimen argumentos de variado pelaje: ideológicos (la tauromaquia es una fiesta que simboliza la España eterna y unitaria); económicos (hay muchos intereses en juego); de arraigo (es una tradición más que centenaria); de enfrentamiento entre iguales (puede morir cualquiera de las dos partes); de libertad (hay aún una parroquia no desdeñable de aficionados y, por contra, nadie está obligado a presenciar dicho espectáculo); e incluso de origen (el toro de lidia se cría para ser toreado). Bien.
Que las corridas de toros puedan representar un nexo común a todos los españoles contradice el estudio que, en febrero de este mismo año, ha llevado a cabo el BBVA, llamado Percepciones de la naturaleza y los animales, según el cual más del 70 % de la población española rechaza las mismas.
Que haya una industria en torno a esta violenta función no me impacta: pues que se recicle en otras actividades.
Que se nos venda esta representación gore como una tradición me lleva al recuerdo de los autos de fe de la Santa Inquisición y de los ajusticiamientos públicos que, por desgracia, fueron también una costumbre durante muchos decenios en nuestras calles y plazas.
Que se argumente que el enfrentamiento es entre iguales, no niego que el toro sea un enemigo descomunal, pero siempre acaba perdiendo.
Que haya aún en nuestro país una cierta afición a las corridas de toros me parece estupendo, pero eso no convalida la existencia de una bárbara carnicería. Por cierto, lo que me parece el "no va más" es que los menores de edad puedan asistir a estos espectáculos.
Y que haya quienes arguyen que el toro bravo ha nacido para morir funestamente en una plaza no legitima la existencia y crianza de esa especie. Traer un ser vivo al mundo para este sufrimiento no me parece de recibo.
FUERA DEL TIEMPO
Ningún argumento me convence para aceptar este espectáculo atroz, sanguinario y perverso, pero yo daría la puntilla a quienes lo defienden, aludiendo a su anacronismo. Una sociedad, como la española de 2025, en la que se ha inoculado desde hace muchísimo tiempo -acertadamente, sin duda-, el amor por los animales; en la que tantos documentales, revistas y artículos de periódico nos hablan a diario sobre el respeto a los irracionales; en la que en una ciudad como Madrid conviven 300.000 perros con 3.000.000 de personas; en la que el número de mascotas aumenta día a día; en la que pisar una hormiga está mal visto. Una sociedad que acabó con lacras como la fiesta del Descabezagallos, la del Toro de la Vega o la del propio toro embolado, repito, esa misma sociedad que ha avanzado tanto en tan poco tiempo, ¿durante cuánto tiempo más puede seguir admitiendo y soportando la insoportable tragedia del toro de lidia?
Como siempre, siguiendo tus referencias cinematográficas, en "Animal. El documental", se manifiesta que en España es más peligroso defender a un animal que matarlo y donde hay que tener más valor para protegerlo que para maltratarlo. El documental hace un recorrido por pueblos y ciudades, en los que se ampara la crueldad animal en ancestrales tradicionales de diversión salpicada de sangre animal. En definitiva, hay que condenar el maltrato animal, considerando que los animales no son humanos con raciocinio, cuando los animales domésticos están en espacios públicos, extremando la educación, para que el animal no moleste al resto de personas.
ResponderEliminarMuchas gracias por tus siempre atinadas consideraciones.
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